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Té pienso

  • Foto del escritor: J. C. Gitterle
    J. C. Gitterle
  • 5 ene 2022
  • 5 Min. de lectura

Abwarten und Thé trinken.

[Esperar y tomar té]


—Proverbio alemán


Creo que no faltará la mañana que no inicie con una dulce taza de té, con el vapor cubriéndome los lentes y las bolsas siendo exprimidas hasta la última gota. Su calor me trae tranquilidad y su sabor siempre me da un corrientazo suave por la espalda. No recuerdo la primera vez que probé este brebaje de hierbas, ni por qué estoy tan atraído hacia él, pero (viniendo de una familia de cultivadores y productores de té) podría decir que es una bebida ligada a mi sangre. Sigo las instrucciones sencillas que mi madre me enseñó, de la misma manera que ella aprendió de mi padre, y él aprendió de mi abuelo y así hasta no sé cuál de mis ancestros.

Primero, calentar el agua en una tetera hasta que hierva, y nunca hacerlo en microondas, nunca.

Segundo, depositar las bolsas de té dentro de la taza y, ojalá, calentar la taza previamente con el mismo vapor del agua hirviendo, para que las bolsas liberen su aroma.

Tercero, cerciorarse de que el té esté en la taza antes de servir el agua y no al revés, ya que bañar el té ayuda a desprender mejor el sabor que simplemente remojarlo.

Cuarto: ver si va a ser un día de lluvia o uno de sol. En un día lluvioso hay que dejar las bolsas reposar más tiempo y que el té quede cargado, pues “la teína” llena de energía y ayuda a despertar el cuerpo para un día nublado; si el día va a ser soleado, por el otro lado, es mejor dejar las bolsas poco tiempo y que no quede cargado, el sabor suave del té relaja el cuerpo y ayuda a estar tranquilo en un día bajo el sol.

Y último paso, que es más un aporte mío, revolver media cucharada de azúcar para un sabor excepcional.

Y me pongo a pensar, ¿cómo es que esta bebida llegó a mis ancestros? O ¿cómo es que esta planta logró crecer en Colombia y en Latinoamérica, la tierra del chocolate, para llegar a mi cocina, a mi taza favorita, en esta mañana? De seguro un europeo, tal vez un inglés o un alemán (quizá un suizo) vino a estas tierras fértiles de los Andes y soñó con la oportunidad de cultivar. A este inglés o alemán (tal vez suizo) le debió llegar de los holandeses en los años previos a las colonias, pues fueron los Países Bajos los primeros en atestiguar el gran amor que los sultanes indios le tenían a esta hoja. A su vez, los indios recibieron el té de los antiguos chinos, que ya poseían gran conocimiento de esta planta tras las grandes barreras de su imperio. Entonces, ¿cuál es el origen del té?

Aunque no se conoce con certeza cuál es el verdadero origen, algunos dicen que hizo parte del conocimiento zen y que la hoja fue descubierta por un monje budista que la utilizó en sus viajes de aldea en aldea para aliviar el dolor de los enfermos, por sus aptitudes curativas. Luego descubrió la calma que esta bebida le daba en sus meditaciones y decidió compartirla como una cura para el cuerpo y para el alma.

Otros se la atribuyen a una historia (que ahora creo más una fábula) sobre el descubrimiento de esta bebida. Se dice que hace miles de años, mucho antes del nacimiento de Cristo, el gran emperador de China yacía enfermo en su palacio. Entre toses y carraspeos les ordenó a sus sirvientes que le trajeran agua para su sed. Conociendo la situación delicada de su emperador, tomaron la precaución de recoger agua en una olla y la dejaron hervir, bajo la sombra de un árbol silvestre. Cuando regresaron, encontraron que el agua tenía un color distinto y desprendía un aroma agradable. Se la dieron al emperador y este se serenó con ella. Al preguntarle a sus sirvientes la razón del color y el sabor de su bebida, regresaron a la olla para descubrir unas cuantas hojas marchitas en el fondo, que habían caído del árbol por el soplo de una suave brisa de verano.

Incluso existe el mito que relaciona el nacimiento del té con Buda. En los días en que Siddhartha estuvo sentado bajo el árbol de Bodhi, meditando sobre las cuatro verdades de la iluminación, contempló el sufrimiento de la humanidad con cada recuerdo de su vida. El peso de su corazón se condensó en lágrimas que cayeron de sus ojos al suelo; de ellas nació el árbol de té. Por ello mismo, los monjes tienden a tomar tazas de té amargo, porque reciben en su meditación el pesar espiritual del Buda.

Una historia milenaria y una expedición por todo el mundo para que yo ahora pueda quemarme la lengua con un agua de sabor a hojas secas.

Parecen historias muy romantizadas de lo que podría ser un intento de darle sabor a un líquido tan insípido como el agua, pero me parece que verdaderamente hay algo en ellas que develan el secreto principal de esta bebida. El té es la bebida de la contemplación.

Con mi taza medio vacía, empiezo a saborear el sabor fuerte y cargado de mi té. Parece que la teína hace su trabajo y me despierta, pero no de una manera tan fuerte como lo haría el amargor ácido del café. El amargor del té se vuelve personal. Para traerlo a comparación, me parece que el café tiene un sabor amargo que ataca los sentidos, produce un choque de adrenalina que entra por el gusto y el olfato para luego explotar como gasolina en la visión y el tacto; el sabor se impregna en la lengua y su aroma sobrevive; en otras palabras, parece ser una amargura extrovertida. El amargor del té se siente más interior, más individual, es un choque que abraza fuertemente con su sabor y luego desciende por la garganta para dejarlo a uno sentado; se establece en la boca, tocando la amargura del momento y luego se desvanece sin dejar rastro de aroma en la ropa, solo el recuerdo de su sabor. El café es constancia; el té, instante.

Tal vez por eso nace la meditación con el té. Lo que sería el consuelo de Buda, toda amargura desaparece con el tiempo.

La vida, como el té, tiene un sabor amargo. Cosas malas suceden, los días son grises, la felicidad no es eterna y solo nos queda el leve recuerdo de una vida pasada. Los monjes budistas meditan día y noche para librarse de sus ataduras terrenales. Se desligan de la vida, aprendiendo de la amargura; por eso el té lo toman solo. Los indios tienen una multitud de religiones para darle sentido al mundo; descubrieron el sentido en la variedad, contemplan la vida interior con la misma variedad de especias con la que mezclan su té. Los europeos (pero en especial los ingleses) viven en constante producción, buscando la señal divina que los valore por lo buenos que son, lo mucho que han trabajado; tal vez por eso se toman su té de la tarde, cuando todo el trabajo está hecho y pueden conversar, tomándose un descanso y un té con ponqué de lado. Yo no creo en ningún dios y no considero que haya vida después de la muerte, aunque me interesa la religión; tal vez es por ser ateo que le pongo un poco de azúcar a mi té cada mañana, para recordarme que a la amargura de vivir se le puede endulzar con una cucharadita o dos de felicidad.

Después de todo, la vida es para vivirla y el té es para tomarlo. O eso es lo que me digo cuando saboreo mi té ya bastante amargo y tibio. Mierda, se me enfrió por quedarme pensando de nuevo. Y voy tarde a mi trabajo.

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