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  • El carro amarillo

    Franco, el taxista, golpeteó contra el timón sin contener sus nervios. Vio el semáforo rojo como una señal. Era tarde, casi de madrugada en una zona apartada de los restaurantes, bares y discotecas de la vida nocturna de Bogotá y el semáforo no cambiaba. ¡Al carajo! Lo estuvo pensando todo el trayecto desde que lo recogió al frente de un bar exclusivo. Era un hombre moreno con una chaqueta impecablemente blanca y una nariz empolvada por el mismo color. Lo primero que Franco notó fue el tufo tan hijueputa a licor y a marihuana que apestó su carro. Dios sabrá cuántas cosas se chupó ese tipo para quedar noqueado apenas sintió el cuero del asiento. Lo segundo que notó fue el fajo de billetes obscenamente gordo que el moreno se guardó dentro del bolsillo interior de su chaqueta, como si no le importara que lo viera. Con más de 15 años como taxista, era normal que recogiera a todo tipo de personas, algunas calientes, otras tristes, incluso a unos que se guardaban el secreto de lo que traían en las maletas bajo el brazo. Sus favoritos siempre fueron los borrachos. Le encantaba escuchar las incoherencias que le decían, porque después de varias copas las barreras sociales se caen y la gente tiende a contar los problemas que les corren por la cabeza, así que, por un rato, Franco se divertía jugando a ser el psicólogo. Al menos por una noche. Pero este borracho fue distinto. No pudo mantener una conversación con Franco. Él le preguntó por la fiesta y por una emisora de preferencia, pero apenas sí pudo balbucear una respuesta y después de mucho esfuerzo pudo escupir la dirección de su hogar. Un barrio apartado de gente con plata tan al Norte, pensó Franco, ese que rozaba con los cementerios a las afueras de la ciudad. El moreno confirmó con un trompetazo de nariz y se echó hacia un costado a eructar contra la ventana. Franco le rezó a la Virgen que colgaba del parabrisas para que el moreno no se vomitara dentro del carro e inició el trayecto. Lentamente, los edificios comenzaron a desaparecer y en su lugar se extendieron grandes lotes de pasto y árboles que todavía no sufrían la expansión del concreto. El ruido de la capital quedó atrás hacía ya varios kilómetros, cuando entraron por un camino destapado al sector de los cementerios. Con solo el ruido de las piedras crujiendo bajo las llantas, el leve ronroneo del motor y el claqueteo de las direccionales, Franco se preguntó cómo había alguien que viviera por un lugar tan solitario y lejano como ese. Cuando reconoció varias vacas dormidas en un potrero, se dio cuenta de que conocían ese sector de la ciudad, él y sus compañeros se referían a ese sitio como “en la mieeerda”. Luces de casas y apartamentos titilaban como faros más allá de los potreros y cementerios, prometiendo ser el final del trayecto. Parecían una urbanización exclusiva y resguardada, pero todavía lejana, como una isla al otro lado del mar. Mientras su pequeño carro amarillo manejaba por el baldío, Franco no pudo evitar imaginarse sobre un botecito, remando hacia la isla de los ricos y demostrando que a los más afortunados de la capital les gusta vivir lejos de ella. Imagen de Alex en Pixabay En ese sitio se podría salir uno con cualquier cosa y nunca nadie se enteraría, pensó. No le sorprendería si en alguna parte de ese campo de pasto alto hubiera un muerto acostado que nunca se supo cómo llegó ahí o quién lo mató. Fue ahí que una idea terrible comenzó a germinar en su mente. «¿Usté robaría a alguien?» le preguntó en otro momento Don Mauricio. «Esa gente se duerme todo el tiempo y se lo deja a uno re fácil. No se dan cuenta de la confianza que le depositan a uno. ¿Usté se lo ha preguntado, Franqui?» Detestaba que le dijera así. Ese calvo marrano era el más viejo y gordo del grupo de taxistas, también era el que colgaba más cruces en el retrovisor. Los miércoles, el grupo de taxistas se reunía a comer empanadas y tomar tinto antes de iniciar el turno nocturno. El único problema, era que Don Mauricio estaba influenciando a los otros conductores a que robaran a ciertos pasajeros y “aprovecharan mejor las oportunidades”. —Ish… —aspiró Franco entre dientes—. No lo sé, Don Mauricio, yo prefiero trabajar honestamente, señor. Sin meterme en problemas. ¿Yo para qué me haría eso? —Pues para darse gusto, marica. Porque es necesario, por esos malparidos de Uber, porque ya lo que uno camella no aguanta ni para pagar la gasolina. Más plata le hace a uno la vida más fácil. —Uy, no sé. Como le digo, Don Mauricio, a mí me gusta ganarme mi platica honradamente. Si yo me expongo a hacer algo de eso y me atrapa un tombo ¿Qué gano yo? ¿Qué ejemplo les daría a mi hijo y a mi niña? No podría verles la cara y decirles que me voy a la cárcel por robarle a borrachos. —Mire, Franqui, si usté no quiere aprovechar lo que la vida le da, entonces luego no se queje de que la leche y la gasolina estén caras. Más plata le haría la vida más fácil, eso es verdad. Franco sabía que proveer para su familia era agobiante, pero debía hacerlo. Los servicios cobraban cada vez más y sus hijos estaban entrando a una edad donde necesitarían más ropa, cuadernos y lápices para el colegio. Además, su señora esposa también necesitaba un descanso de rebuscar monedas en los bolsillos de la ropa sucia antes de lavarla. Algo en las palabras de Don Mauricio se clavaron en la mente de Franco y nunca resonaron tanto como en esa noche. El taxi se detuvo frente a la luz roja de un semáforo solitario. Franco miró hacia atrás, el moreno seguía profundo. Lo llamó, “Oiga”, pero no obtuvo respuesta. “Oiga” repitió, pero solo obtuvo un gemido incoherente. Franco golpeteó contra el timón. El semáforo no cambió. En su mente vio el lugar exacto del fajo de billetes. Volteó y lo vio debajo del brazo; gordo, compacto, con un caucho resistiéndose a reventar. Más plata hace la vida más fácil. Franco volvió la mirada hacia la calle. La luz era roja. Hágase un favor, Franqui, y róbele a ese hijueputa. Siguió tocando contra el timón, viendo la cruz del retrovisor mecerse de un lado a otro. Mire que aquí nadie se entera. Pisó el pedal de a pocos. Ese rico no lo necesita, mire cuánta plata tiene, cuánta plata no se gastó en esa gonorrea de traje. El taxi rugió sin moverse. Ese man vive en la mierda, no volverá a verlo, Franqui. El motor. Hágale, Franqui. El timón. Sin miedo, Franqui. La cruz. No sea marica, Franqui. La luz roja. ¡Al carajo! Franco estiró la mano hacia el fajo de billetes. Se acercó tanto hacia el borracho que pudo olerle el sobaco y el tufo asesino. Respiró lento, para no intentar despertarlo, y el moreno se movió de repente. Franco se asustó y retiró la mano al instante. Casi como una señal del cielo, la luz del semáforo cambió a verde y el taxi volvió a estar en movimiento. Se arrepintió todo el viaje con el corazón palpitándole en el cuello. Fue la carrera más larga y corta de toda su vida. Al final, llegaron a la urbanización lejana de los ricos, donde las casas eran todas iguales y cualquier oportunidad de haberse aprovechado de un borracho inconsciente se perdieron al cruzar el portón. Los vigilantes uniformados lo dejaron pasar al reconocer al Señor Murillo dormido en el asiento de pasajero. —Disculpe, ¿sabe dónde vive el señor? Es que está en la inmunda —explicó sin esperar que la respuesta viniera por detrás. —Siga derecho, pa, y a tres casas voltee a la izquierda, en la casa de ventanas grandes. Ahí es —dijo el pasajero despierto con voz sobria. Al final del trayecto, Franco lo recorrió sin decir palabra, incapaz de encarar a ese sujeto, el tal Murillo. Un silencio frígido se construyó dentro del carro amarillo. Juró que lo sentía cargar sus palabras como balas detrás de él. Apuntó en un carraspeo y disparó, matando el silencio. —Pa… Yo sé que me quisiste robar. El taxi llegó a la tercera casa y trastabilló al voltear hacia la izquierda. —Sigue manejando, hijueputa —escuchó Franco cerca de su oreja en un tufo venenoso. —Oiga, yo no… —Cállate. Aquí es, parquee al lado del farol. El taxi frenó con cuidado y, antes de que Franco presionara el taxímetro, Murillo disparó de nuevo. —Te estuve observando todo el tiempo, pa. Qué bueno que te arrepentiste. Si no, mira. Te mataba. Franco volteó lentamente y palideció al ver una pistola apuntándole, que su pasajero tenía escondida tras la espalda. —Uno, dos, tres, ¡pa, pa, PA! Fácil. Te tiraba al pastizal, lejos de la carretera y nadie se iba a enterar. Qué bueno que no pasó. El mundo está podrido de gente corrupta y ladrona. En ese momento, Franco solo pensó en sus hijos; en su niña, en su único hijo y en un rezo por su esposa que no sabría cómo terminar si lo mataban ahí mismo. El señor Murillo arrancó tres billetes del fajón en su bolsillo, casi 300 mil pesos, los abanicó sin cuidado en frente de él y disparó por tercera vez. —Trabaje honestamente, hermano, que la corrupción no hizo más que jodernos —dijo, mientras tiraba los billetes sobre el regazo del taxista y abandonó el vehículo. Después de unas horas y de salir pitado hacia una carretera con asfalto, cuando ya estaba bastante lejos de ese moreno o Murillo o como se llame, lejos de la urbanización de los ricos y de los cementerios baldíos, Franco arrancó el crucifijo del retrovisor y comenzó a orar con las manos temblorosas. “Santa María, madre de dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y a la hora de nuestra muerte, amén”. “Santa María ruega por nosotros los pecadores, ahora y a la hora de nuestra muerte, amén”. “Santa María ruega por nosotros…”.

  • Demonios en remojo

    Tus demonios son como lavar la loza sucia. Todos los días, tres veces al día, tendrás que enfrentarlos porque tú los pusiste ahí. Aunque el platillo que quieras cocinar sea pequeño y sencillo como un huevo frito, el rezago de la estufa engrasada, la sartén, los cubiertos y el vaso sucio siempre se sentirá como más. ¡Pero de dónde salió tanta loza! Sucede lo mismo con los demonios internos. Sin importar nuestros logros o nuestros buenos actos, nos atormentarán siempre los rezagos de discusiones inconclusas, sueños inalcanzados y el horrible sentimiento de ser un inútil fracasado, y esos siempre se sienten más. Por eso, como nuestros platos, debemos lavar nuestros demonios. No es fácil. Es una tarea tediosa, a veces larga y hay ocasiones en que se te puede partir un plato o un vaso que se sentirá como romperte a ti mismo —así rompí mi taza favorita una vez—, pero está bien. La vida sigue. Los seres humanos cometemos errores. Hay destrozos que no se pueden arreglar, como hay otros que sí. Siempre hay un final a los platos sucios. Después de lavar los míos cada día por 8 años seguidos, sé que la labor pesa menos cada vez y que la mugre quita más fácil si la dejas remojando. Ya es cuenta de cada quién decidir si dejar la loza acumulada o los platos limpios, y créanme que no hay mejor sensación que iniciar un nuevo capítulo con los platos limpios. Tal vez por eso lavar la loza es tan terapéutico y a mis demonios los dejo en remojo.

  • Té pienso

    Abwarten und Thé trinken. [Esperar y tomar té] —Proverbio alemán Creo que no faltará la mañana que no inicie con una dulce taza de té, con el vapor cubriéndome los lentes y las bolsas siendo exprimidas hasta la última gota. Su calor me trae tranquilidad y su sabor siempre me da un corrientazo suave por la espalda. No recuerdo la primera vez que probé este brebaje de hierbas, ni por qué estoy tan atraído hacia él, pero (viniendo de una familia de cultivadores y productores de té) podría decir que es una bebida ligada a mi sangre. Sigo las instrucciones sencillas que mi madre me enseñó, de la misma manera que ella aprendió de mi padre, y él aprendió de mi abuelo y así hasta no sé cuál de mis ancestros. Primero, calentar el agua en una tetera hasta que hierva, y nunca hacerlo en microondas, nunca. Segundo, depositar las bolsas de té dentro de la taza y, ojalá, calentar la taza previamente con el mismo vapor del agua hirviendo, para que las bolsas liberen su aroma. Tercero, cerciorarse de que el té esté en la taza antes de servir el agua y no al revés, ya que bañar el té ayuda a desprender mejor el sabor que simplemente remojarlo. Cuarto: ver si va a ser un día de lluvia o uno de sol. En un día lluvioso hay que dejar las bolsas reposar más tiempo y que el té quede cargado, pues “la teína” llena de energía y ayuda a despertar el cuerpo para un día nublado; si el día va a ser soleado, por el otro lado, es mejor dejar las bolsas poco tiempo y que no quede cargado, el sabor suave del té relaja el cuerpo y ayuda a estar tranquilo en un día bajo el sol. Y último paso, que es más un aporte mío, revolver media cucharada de azúcar para un sabor excepcional. Y me pongo a pensar, ¿cómo es que esta bebida llegó a mis ancestros? O ¿cómo es que esta planta logró crecer en Colombia y en Latinoamérica, la tierra del chocolate, para llegar a mi cocina, a mi taza favorita, en esta mañana? De seguro un europeo, tal vez un inglés o un alemán (quizá un suizo) vino a estas tierras fértiles de los Andes y soñó con la oportunidad de cultivar. A este inglés o alemán (tal vez suizo) le debió llegar de los holandeses en los años previos a las colonias, pues fueron los Países Bajos los primeros en atestiguar el gran amor que los sultanes indios le tenían a esta hoja. A su vez, los indios recibieron el té de los antiguos chinos, que ya poseían gran conocimiento de esta planta tras las grandes barreras de su imperio. Entonces, ¿cuál es el origen del té? Aunque no se conoce con certeza cuál es el verdadero origen, algunos dicen que hizo parte del conocimiento zen y que la hoja fue descubierta por un monje budista que la utilizó en sus viajes de aldea en aldea para aliviar el dolor de los enfermos, por sus aptitudes curativas. Luego descubrió la calma que esta bebida le daba en sus meditaciones y decidió compartirla como una cura para el cuerpo y para el alma. Otros se la atribuyen a una historia (que ahora creo más una fábula) sobre el descubrimiento de esta bebida. Se dice que hace miles de años, mucho antes del nacimiento de Cristo, el gran emperador de China yacía enfermo en su palacio. Entre toses y carraspeos les ordenó a sus sirvientes que le trajeran agua para su sed. Conociendo la situación delicada de su emperador, tomaron la precaución de recoger agua en una olla y la dejaron hervir, bajo la sombra de un árbol silvestre. Cuando regresaron, encontraron que el agua tenía un color distinto y desprendía un aroma agradable. Se la dieron al emperador y este se serenó con ella. Al preguntarle a sus sirvientes la razón del color y el sabor de su bebida, regresaron a la olla para descubrir unas cuantas hojas marchitas en el fondo, que habían caído del árbol por el soplo de una suave brisa de verano. Incluso existe el mito que relaciona el nacimiento del té con Buda. En los días en que Siddhartha estuvo sentado bajo el árbol de Bodhi, meditando sobre las cuatro verdades de la iluminación, contempló el sufrimiento de la humanidad con cada recuerdo de su vida. El peso de su corazón se condensó en lágrimas que cayeron de sus ojos al suelo; de ellas nació el árbol de té. Por ello mismo, los monjes tienden a tomar tazas de té amargo, porque reciben en su meditación el pesar espiritual del Buda. Una historia milenaria y una expedición por todo el mundo para que yo ahora pueda quemarme la lengua con un agua de sabor a hojas secas. Parecen historias muy romantizadas de lo que podría ser un intento de darle sabor a un líquido tan insípido como el agua, pero me parece que verdaderamente hay algo en ellas que develan el secreto principal de esta bebida. El té es la bebida de la contemplación. Con mi taza medio vacía, empiezo a saborear el sabor fuerte y cargado de mi té. Parece que la teína hace su trabajo y me despierta, pero no de una manera tan fuerte como lo haría el amargor ácido del café. El amargor del té se vuelve personal. Para traerlo a comparación, me parece que el café tiene un sabor amargo que ataca los sentidos, produce un choque de adrenalina que entra por el gusto y el olfato para luego explotar como gasolina en la visión y el tacto; el sabor se impregna en la lengua y su aroma sobrevive; en otras palabras, parece ser una amargura extrovertida. El amargor del té se siente más interior, más individual, es un choque que abraza fuertemente con su sabor y luego desciende por la garganta para dejarlo a uno sentado; se establece en la boca, tocando la amargura del momento y luego se desvanece sin dejar rastro de aroma en la ropa, solo el recuerdo de su sabor. El café es constancia; el té, instante. Tal vez por eso nace la meditación con el té. Lo que sería el consuelo de Buda, toda amargura desaparece con el tiempo. La vida, como el té, tiene un sabor amargo. Cosas malas suceden, los días son grises, la felicidad no es eterna y solo nos queda el leve recuerdo de una vida pasada. Los monjes budistas meditan día y noche para librarse de sus ataduras terrenales. Se desligan de la vida, aprendiendo de la amargura; por eso el té lo toman solo. Los indios tienen una multitud de religiones para darle sentido al mundo; descubrieron el sentido en la variedad, contemplan la vida interior con la misma variedad de especias con la que mezclan su té. Los europeos (pero en especial los ingleses) viven en constante producción, buscando la señal divina que los valore por lo buenos que son, lo mucho que han trabajado; tal vez por eso se toman su té de la tarde, cuando todo el trabajo está hecho y pueden conversar, tomándose un descanso y un té con ponqué de lado. Yo no creo en ningún dios y no considero que haya vida después de la muerte, aunque me interesa la religión; tal vez es por ser ateo que le pongo un poco de azúcar a mi té cada mañana, para recordarme que a la amargura de vivir se le puede endulzar con una cucharadita o dos de felicidad. Después de todo, la vida es para vivirla y el té es para tomarlo. O eso es lo que me digo cuando saboreo mi té ya bastante amargo y tibio. Mierda, se me enfrió por quedarme pensando de nuevo. Y voy tarde a mi trabajo.

  • Tintes de guerra

    Rojo Desde que nací recuerdo a mi nación en guerra con los azules. En la iglesia, en la escuela y hasta en mi casa me dijeron que los azules solo querían acabar con nuestra forma de vida, con la placentera y correcta forma de ser de los rojos. Mi padre solía acomodarse en su sillón de leñador con un vaso lleno de granadina en una mano y un dedo levantado en la otra. “Te gusta desayunar panqueques de fresas, ¿verdad?” me preguntaba, mientras en la radio Las Hermanas Rococó entonaban una versión a capella de nuestro himno, siempre a las 6 de la tarde cuando el atardecer nos arropaba con su luz. “¿Te gusta tomarte tu Coca Cola y salir a jugar con tu balón rojo, no es así?” Sí, papá, le decía, y también me gusta la paz de nuestra casa, el rubor en el cachete de la niña de al frente y los caramelos de canela. Amo a mi mamá, te amo a ti, y amo la tierra que pisamos, y también los valores que me enseñaste. Por eso debo cuidarme de los azules, porque nos quieren quitar el calor del sol, la tranquilidad de nuestras casas, el amor de nuestras mujeres y nos quieren ver comiendo arándanos podridos y ahogándonos con el azúcar de la Pepsi. Por eso quiero ser un soldado como tú, como mi abuelo y mi bisabuelo, ser un héroe de la patria como todos y regresar a casa con una medalla bajo el cuello por dejar una cuota de azules muertos. “Así es, Roger, bien dicho. Un azul muerto vale más que diez respirando. ¡Ese es mi hijo!” me felicitaba y luego me mandaba a comer un helado de frutos rojos y a ver la tele. No importaba lo que dijeran, algo que sabía desde pequeño era que los azules eran despiadados. En la tele mostraban reportajes de la frontera, donde los azules balaceaban a los héroes que nos protegían. Me acuerdo cuando tenía apenas 11 años, sentado sobre las piernas de mi madre, vi en la pantalla unas cuantas casas parecidas a la nuestra, pero con el infortunio de vivir cerca de la guerra; allí vivían otros niños rojos como yo, que se habían quedado sin techo, sin comida, y algunos sin padres. Mi mentecita en ese momento no podía entender tanta maldad y tenía pesadillas constantes. ¿Y si llegaban a mi casa? ¿Y si mataban a mi mamá? De ahí comprendí la importancia de nuestro ejército. Eran los únicos que los mantenían a raya. Una vez tuve la oportunidad de enlistarme, dejé los estudios y me uní a las tropas con la bendición de mis padres. Aguanté meses y meses el maltrato de un sargento cabrón que me quitó las mañanas, que me desarmó y rearmó como un fusil bien aceitado en contra de todos los soldados con uniformes ridículos y rostros azulados. Y juré. Juré con puño en pecho proteger a mi nación de la tiranía, ponerle fin al caos, acabar con la maldad y la locura de mis enemigos, liberar a mis hermanos de la frontera y prometerles una vida con ideales correctos y escarlatas. Y lo juré, lo juré por las casas con techo, por los niños sin padres, por la sangre de mis venas, por el color del atardecer, por las fresas en los panqueques, por el sabor de la Coca Cola, por el rojo, ¡rojo! ¡Rojo! ¡ROJO! Pero nada de eso importó cuando llegué a las trincheras. Juramento, patria y deber… esas cosas quedan atrás. El único deber que importa en ese momento, no es el de regresar a casa con una medalla, sino el de sobrevivir sin importar qué. Cuando hay que asegurarse de no la máscara antigás no se desprenda del rostro ni por un momento, para no morir asfixiado del veneno en el aire, es cuando uno sabe que las medallas no lo valen. ¡Al demonio con dispararle al enemigo! ¡Antes de poder matar hay que poder ver! Y el problema con las máscaras antigás es que los cristales son pequeños y se empañan de sudor cuando corres como desgraciado por más de cuatro horas. ¿Cómo se suponía que discerniera a mi comandante de las tropas enemigas? ¡¿Ah?! Si apenas podía diferenciar en el cristal la gota de sudor que caía del misil que soltaban del cielo. Ni siquiera sabía a dónde corría, los vapores de colores rojo y azul cubrieron la tierra en una manta violeta, como un recordatorio de que así se veía el infierno. Vi soldados de ambos bandos convertirse en bultos al caer al barro y no hacían más que estorbar el paso de todos los que buscábamos una salida de la nube, una salida de la muerte. Corrí en lo que creí era línea recta, esquivando el totazo de los cañones. Los rojos al norte, los azules en el sur. No, los azules al norte, los rojos al sur. No, ¿dónde queda el norte? ¿Dónde queda el norte? Allí no, ¿allá? ¡Muévete! ¡Muévete! TATATATATÁ, dieron las balas contra mi mochila y no paré a revisar lo que había perdido. La huida para escapar de los gases se convirtió en un maratón de obstáculos muertos que, desafortunadamente, no vi. Tropecé con uno y caí en un charco estancado. El agua sucia, metálica y hedionda traspasó los filtros de la máscara (definitivamente no estaban hechos para respirar líquidos) y casi me ahogó. Tosí mis entrañas y contuve el vómito en la boca de mi esófago. Cuando descubrí los cuerpos de soldados enemigos a mi alrededor y el tinte oscuro de su sangre azul encharcada bañando mi uniforme, mi cuerpo y mi garganta, no contuve más las arcadas, ¡HREEERGG! Arruiné el filtro de la máscara. Una parte de mi me dijo que no lo hiciera, y tal vez hubo otra que se convenció de pensar otra forma de deshacerse del olor, el vómito y la sangre, que podría respirar ese líquido hediondo y seguir viviendo, pero no pude evitarlo. Me arranqué la máscara para ventilarme y terminé inhalando la bruma bicolor por accidente. Fue como aspirar espinas y escupir arsénico, estremeció todas las fibras de mi cuerpo. Los segundos de dolor se extendieron como si fueran horas. No sé cómo lo hice, pero logré arrastrarme por el suelo como una lagartija, dejando atrás el estanque, su muerte y su tinta, para encontrar un hueco donde los vapores violetas no habían bajado, una trinchera desocupada. ¿Enemiga o amiga? No lo sabía. No me importó. Caí adentro, intoxicado por los gases, y dejé que el aire sin veneno entrara en mis pulmones. Desde entonces, el mundo perdió sus colores originales y mi cerebro se apagó. Los azules y sus químicos nocivos… ¿Qué seres tan maníacos y sin misericordia son capaces de contaminar el aire con un gas tan tóxico? Mutilar el cuerpo y balear a alguien no son actos de bondad, para nada, pero atacar algo tan básico como la respiración es ir en contra de lo natural. Y, claro, los rojos también habíamos usado nuestra propia forma de gas tóxico, pero solo porque los azules comenzaron. ¿Acaso íbamos a dejar que esos miserables nos gasearan deliberadamente? ¡A la mierda que no! Si nos lanzan una bomba, respondemos con dos. Si nos disparan en las piernas, le damos en la cabeza. ¿Por qué? Porque los rojos no seremos matoneados por esos bastardos sin corazón. Al menos nosotros teníamos la decencia de crear antídotos para nuestros gases, ningún cadete se graduaba de soldado sin antes crear inmunidad contra el gas escarlata. ¡Respiren hondo, alimañas! Gritaba mi sargento en los primeros meses de entrenamiento, cuando tosíamos nuestros pulmones después de nuestra dosis diaria de medicina. ¡Este es el aire que respirarán cada día de hoy en adelante! ¡Este es perfume de la libertad! ¡Nuestras grandes mentes descubrieron una forma de hacer un viento patriótico, deberían estar agradecidos! Ahora son correctos afuera como adentro. ¿Y por qué las máscaras? ¡Porque los desgraciados contaminan nuestro aire con su pobre intento de gas! Así que recuerden: ¡Todo lo que no es rojo, es veneno! Sí, sargento. Sí, sargento… Cómo desearía volver a esos días tranquilos. —No se muera, soldado. La voz que me sacó de la oscuridad. ¿Es usted sargento? ¿De verdad es usted? Pero no, no lo era, no podría serlo. La voz era de una mujer. Una mujer uniformada. Ella volteó mi rostro enterrado en el barro y me abrió los ojos, dejándome verla con mayor claridad. Llevaba un casco baleado, una máscara de gas colgándole del cuello y sujetaba una pistola en sus manos. Su piel y su rostro eran de un color azul. Azul bastarda, cabrona mata niños. Supe que me acabaría de una vez por todas. No quería que mi vida acabara, no así, no en manos de un maldito azul. Arrastré mi mano por sobre mi cabeza, pero la bastarda me tocó del cuello y acercó su rostro, como para decirme unas últimas palabras antes de que me exprimiera el pescuezo. —No se muera, soldado —la escuché decir, mientras me tomaba el pulso. Se quitó el casco, dejó el arma a un lado y puso su oreja contra mi pecho. ¿Pero qué demonios estaba haciendo esta azul? ¿Por qué no me cortaba el cuello y acababa conmigo? — Sus pulmones están respirando con dificultad ¿Aspiró la bruma de los rojos? A su pregunta respondí poniendo mi mano torpemente sobre su rostro. Ella me tomó de los dedos y los bajó todos menos el índice. —Mueva el dedo para “Sí”, soldado. ¿Aspiró los gases de los rojos? —ordenó. Ahí fue que descubrí dos cosas importantes: Uno, mi mano no se veía de mi orgulloso color, sino del color enemigo por estar sucia de tanto fango sangriento; dos, la azul había dejado estúpidamente su pistola al alcance de mi otra mano. Ella creyó que yo era uno de los suyos, así que le seguí el juego. Me hice el tonto. Gemí, tosí en lo que bajaba y subía el dedo, sin darle una respuesta concreta para distraerla, como diciendo Mira el dedito, estúpida sin gusto. Míralo mientras quito tus ojos de la pistola. Eso, quítame el fango de los dedos, ya verás que te sorprende. ¿Ah, qué fue eso? ¿Viste algo que no te gustó? No, no fue la pistola, de esa no te has enterado, sino lo que tengo debajo de la manga o, mejor dicho, lo que no tengo: ese sucio fango con su sucia sangre de ustedes pintando mi antebrazo. Eso, bájame la manga, maldita. ¡Ah! ¿Ya te diste cuenta? ¡Obsérvame bien! Es la piel de un color verdadero, un color orgulloso, y ninguna malnacida azul podrá nunca lastimar… ¡CRACK! ¡Malnacida, me rompió la muñeca de un girón! La asesina tenía un cuchillo escondido en la espalda y se aprovechó de estar encima mío. No, no, no, ¡ah! ¡Maldita! Me enterró el cuchillo en el hombro. Ya se cayó la fachada de samaritana, ¿eh, estúpida? Sí, ahí estaban. Esos ojos, los ojos de todos los azules cuando ven un rojo orgulloso. ¿Ahora sí me vas a matar? Pues mira, bastarda sin corazón, rompe cazas, toma Pepsi, ¡Envenena aires!, ¡Mata héroes!, ¡Idiota sin casco!, ¡NO ME LLEVARÁS HOY! ¡Pa Pa Pa! Dos disparos en el pecho, otro bajo el cuello: Puff, Muerta. Pero he de admitir, la azul me había dado una idea. Me guardé la pistola y le robé el cuchillo de las manos. Cuando corté las venas principales del cuello, su sangre pululó como un torrente índigo; era la pintura precisa para crear un camuflaje perfecto. Me pinté por completo y no dejé parche de mi piel sin manchar, tanto debajo como por encima del uniforme. No pude creer que nadie más lo hubiera intentado: hacerse pasar por azul y salir inadvertido. Mi madre me mataría si me viera, preferiría que me matara ella cuando volviera a casa en vez de estos desalmados. Escuché pasos. Alguien se acercaba. ¡Ja!, esta idiota me servía de cuartada. —¡Auxilio! ¡Auxilio! Nos han atacado. ¡Médico! Mi padre tuvo razón, ¿quién lo hubiera dicho? Un azul muerto vale más que diez respirando. Azul Desde que poseo memoria, mi país ha entablado conflicto bélico contra la nación vecina de los rojos en más de una ocasión. Los libros de historia nos inculcaron que la discordia entre rojos y azules se originó por un fallido acuerdo entre ambos pueblos. En esa época los rojos eran tribus barbáricas carentes de pensamiento u otro rasgo civilizado, vivían en casas de piedra, caminaban descalzos y hasta adoraban fenómenos naturales como dioses, el sol, por ejemplo; es más, también sufrían de un carácter violento y pésima higiene personal —si bien, sus descendientes no han demostrado mayor diferencia—. Mientras tanto, los azules siempre hemos poseído conocimientos más refinados sobre las ciencias, la política y las artesanías. No había que ser un científico para deducir que esos bárbaros necesitaban bastante ayuda para avanzar como civilización, por lo que los azules de antaño idearon un trato donde ofrendarían sus conocimientos a cambio de los suministros naturales de los rojos. Es una tragedia que todo desembocó en una insurrección sangrienta por parte de los rojos —lo que muchos historiadores consideran una verdadera tragedia—. En la actualidad, ya no nos interesa liderar a un puñado de trogloditas, pues nuestros aportes se vieron mancillados de manera ofensiva, haciendo de su cultura una copia rastrera de la nuestra. Dicen que una de las recetas principales de la gastronomía azul —hablo por supuesto de los panqueques con arándanos— fue modificada para contentar el paladar básico de esos salvajes; si tan solo supieran que la masa azucarada con el sabor sutil del arándano es la combinación equilibrada entre las harinas y las frutas, creando un sabor de máxima eficiencia; para nada parecido a la vulgar tradición de ese pueblo de colocar… fresas sobre los panqueques (la fruta con mayor atractor de gusanos y larvas). Como decía, un paladar básico. Los azules solo entrañamos el sueño de vivir en paz; sin embargo, nos agobiamos con la insufrible tarea de impedir que los rojos emigren a nuestra tierra. Encuentro bastante trágico el precio económico y humanitario que los azules debemos pagar para resguardarnos de esa gentuza. Tantas bombas costeadas y regadas como pan para las palomas… Incontables familias separadas por los horrores de la guerra… Y el descomunal número de heridos y enfermos. Ay, dichosos los soldados sobrevivientes que regresan a casa y obtienen la oportunidad de alejarse de esta guerra absurda. Por mi lado, permanezco sentado junto a camillas vacías en una carpa retirada de los gases, a la aburrida expectativa de ejercer mi labor como médico de combate. Reniego con disgusto la decisión de mi padre y de su padre antes de él, y más que nada la propia, por continuar la tradición familiar de salvar vidas. Labor que no concede un regreso a casa, sino turnos carentes de descanso. Al menos encuentro consuelo en mandar soldados a sus hogares, los que salen vivos, claro está. —¡Médico, con urgencia, se lo suplico!— anunció una soldado angustiada, entrando a mi tienda de curación. Cargaba en brazos a una soldado inconsciente y traía detrás a otro muy malherido. —Sobre la camilla —le indico—. ¿Qué precisan estos dos? —A uno lo hallé con una herida en el hombro, sosteniendo a la camarada casi muerta. ¡Es urgente, aún vive, doctor! No tardé mucho en diagnosticar lo que temía. No siempre era fácil transformarlo en palabras. —Lamento informar que el disparo atravesó la curva cervical y posee severas incisiones en las arterias principales. No preveo una forma de salvarla… —Caminé hasta mi bolsa y saqué de entre la enorme colección de medicamentos, una aguja especializada y un líquido que me ayudaría a despedirla. Cuando no los puedo mandar vivos, me aseguro de que por lo menos partan sin dolor, y esta pobre no volvería a ser un miembro productivo de nuestra sociedad, no con esas heridas. Una inyección era lo usual—. Lo lamento, soldado, pero no hay nada que hacer. Le agradezco que al menos la trajera, ya que su familia tendrá un cuerpo que enterrar. La soldado que había traído a la muerta apretujó los puños con rabia y contuvo las lágrimas con angustia. Si no me equivocaba, habría dicho que fueron cercanas en vida. Una grave lástima. —No es tiempo de lagrimar, soldado —le expresé una vez reajusté su casco y reacomodé el rifle bajo su brazo, para que su postura no fuera menos que la de un azul disciplinado. La miré con fuerte liderazgo y le recordé los hechos—. Podrá condoler en otro momento. Esta víctima aclama justicia. Demuéstreles a esos criminales de afuera el castigo por tomar una vida. ¡Dese prisa, andando! Y así, después de que la azul saliera esprintada con su orgullo en alto y la determinación en sus rostro —una azul de buen coraje y corazón, he de admitir—, mi completa atención se posó sobre el otro soldado con el hombro lastimado. —¿Dígame, buen hombre, en qué lo puedo auxiliar? —(Bastardo) —¿Disculpe? —Eh, Que… va, sho me ando yendo, ¡oshtia! Que no esh nada. —Pamplinas. Acérquese, compatriota, antes de que tenga la mala fortuna de gangrenarse. Curiosamente este soldado parecía tener algo más en mente que demandaba su atención, mas mi deber como médico me demandaba negarle la salida de mi tienda, pues estaba herido y la negligencia médica no se toleraría en mi presencia. Le coloqué gentilmente una mano tras la espalda y lo senté en una camilla vacía, donde le retiré el uniforme con un el corte de unas tijeras. ¡Y válgame el cielo, fue perturbadora la visión de su herida! Rojo En ese momento estaba que moría de los nervios. El doctor cortó el uniforme, el maldito, y puso a prueba mi camuflaje. La sangre me encubría todo el cuerpo y me sentí como un insecto haciéndose pasar por un palo. Si me descuidaba, me comían. No habría forma de que me descubriera, no tenía manchas en la piel, y mi acento era impecable a como hablaban esos come arándanos; no había forma de que me descubriera. A menos que… Eh, mi herida no paraba de sangrar. ¿Me delataría mi propia sangre, roja, orgullosa? La había cubierto por completo con la tinta y el barro antes de llegar a la carpa del doctor, pero no sabía qué tan bien había quedado. Solo esperaba que este azul fuera tan idiota como todos los demás cuando la inspeccionó de cerca. —Parece que su herida se ha vuelto un menjurje purpúreo. ¿Ha salpicado mucha sangre de bárbaros en el frente, soldado? —¿Ah? ¿Que qué? —¿Rojos, compatriota, a masacrado a varios ya? —Ah, shí… oshtiaaa qué shi. Bastardo azul. Cómo me gustaría haberle arrancado la lengua después de decir eso. Sí, imbécil, he masacrado a varios ya, ¡a varios asesinos como usted! Eso, levántese, aléjese de mi vista. Ese imbécil no hizo más esculcar mochilas, comentar de una manera absurdamente larga y mirar de manera asqueada mi herida. Hubiera querido salir de ahí, correr de regreso a mi guarnición y, tal vez, dejarles un regalito con pólvora, pero no podía escapar de esa carpa, no en ese momento. Él nunca me quitó la vista de encima. La sentía, allí, mientras él esculcaba la maleta y sacaba no sé cuántas formas distintas de veneno. Sentía su mirada depredadora espiándome por el rabillo del ojo, sabiendo que tramaba algo y que el descuido más mínimo sería excusa suficiente para inyectarme un paralizante en el corazón. —Ay, terribles las causas del destino que nos trajeron a esto. ¿Qué dijo el doctor? ¿Me había descubierto? Imposible. De todos modos, me preparé a dispararle en la más leve agresión, pues traía algo en mano: una botella oscura de un líquido con un color que no reconocí. Todo lo que no sea rojo es veneno. —Malas noticias, me temo. Su herida, me parece haber comprobado, se ha contaminado con la sangre inmunda de esos animales, lo que significa que sufrirá de una terrible y dolorosa infección sanguínea. Además, el banco de sangre para transfusión se ha limpiado por completo. Solo hay una opción por considerar, si está dispuesto, yo mismo le donaría sangre de la mía. —Con que el maligno doctor me iba a inyectar de su sangre. No, ni en sueños. Pintarme del enemigo ya era bastante malo, pero que entrara en mi sistema era… era… lo que ya estaba pasando—. Tenga, un buen trago lo ayudará a concebir mejor su respuesta. No puedo iniciar la transfusión sin su consentimiento, compatriota. El líquido era oscuro, ¿será…? Cuando abrí la botella y escuché kss de la gaseosa, mi corazón se aceleró. No podía ser. Probé un sorbo… sabor inigualable, gas burbujeante en la lengua, leve acidez en los dientes. Sí era: Coca Cola. Mi garganta subió y bajó con cada trago que bebía y no paré hasta terminarla toda. No existe sensación igual que el de acabar con la abstinencia después de 4 meses de no tomar ni una gota de esa gloriosa gaseosa. Una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo cuando separé la botella de mis labios y dejé escapar un aliviado Aaah. —Bastante buena, ¿no lo cree? —Exquisita —le di la razón, tenía que hacerlo. Era saborear el canto de los ángeles. —¿Qué ha considerado en cuanto a la transfusión, soldado? Observé mi herida, un menjurje de sangre mía y de otros. ¿Por qué fui tan descuidado? ¿Tan animal? Me terminé matando al fin y al cabo, sin no hacía algo antes. —¿En cuánto tiempo… me moriría, doctor? —Si los casos de los que tengo conocimiento son correctos, 24 horas. Tendrá una muerte lenta, en lo que su cuerpo perderá su color original y cada vez parecerá más un… rojo. Es un final que no le desearía a nadie. —¿Y qué tiene de malo ser un rojo? ¿Ah? Su risa me pareció estruendosa y molesta, como su voz. Bastardo, imbécil, ¡Qué es lo chistoso! —No hablará en serio, ¿verdad? Un rojo lo cortó, ¿no es así? De seguro la falta de sangre le está afectando el cerebro, así que déjeme refrescarle la memoria. Ejem… Ah, ¿confirmará que son unos asesinos? ¿Que nos quieren matar a todos, destruir nuestras casas, acabar con nuestras mujeres, obligarnos a comer arándanos podridos y formarnos a su forma de vida incorrecta e inhumana? Adelante, doctor, ya me interesé. ¿Qué tiene que decir? Azul —Ellos son salvajes, violentos, y saben que la situación de nosotros es bastante mejor en cuanto a cultura, infraestructura y riquezas se refiere —expresé con gran elocuencia, verdaderamente ayudando al soldado herido a recobrar los pies sobre la tierra. Me causaba una enorme sensación de lástima y, a su vez, de curiosidad. Era posible que descubrir un fin tan macabro como morir infectado por la sangre de un rojo le hubiera causado un fallo en la memoria, de seguro algo que importaría en una investigación psicológica, aunque yo era un simple doctor y tales materias no eran mi fuerte. —… ¿Qué? No obstante, observé que en su rostro se recobraba una emoción genuina. Seguramente hacía parte de esa minoría de nuestra población que no contaba con acceso a educación de calidad. Una desdicha que un azul no conozca su historia, casi una ofenda, pero decidí tolerarlo porque sí se comportaba como ese tipo de minorías desadaptadas. Pobre hombre. Por lo mismo decidí continuar con mi recuento del vergonzoso origen de nuestro conflicto o, en mejores términos, nuestra lucha contra la barbarie: —Ellos solo buscan invadir nuestras ciudades y perturbar nuestra amada tranquilidad, ya que su nación es triste, pobre y bastante desorganizada. —¿Qué? Con la prueba de que mi incursión a la historia parecía estar funcionando, no me detuve y quise agregar conclusiones propias a las que había llegado con bastante estudio sobre nuestra situación sociopolítica. —Incluso, es un hecho que su triste nación no encuentra los medios para refrenar su descuidada sobrepoblación. Por lo mismo se cree que los rojos poseen un mutuo ancestro con las cucarachas; con mayor razón es preferible mantenerlos a raya —dije, con el pensamiento poniendo en marcha sus engranajes en esta tan interesante conversación—. Ay, y con solo pensar que esta absurda guerra no hubiera acontecido si hace más de dos centenares de años los rojos no se hubieran amotinado. Ja, hasta supongo que ni siquiera los rojos se acuerdan de que fueron colonia nuestra. Pero qué incultos, ¿no es cierto? Rojo Jamás había escuchado una montaña de mentiras tan grande como esa. ¡Estos asesinos habían tergiversado todo! ¡Ellos eran los invasores! ¡Y nosotros los que los mantenemos a raya! ¡No al revés! ¡NO ASÍ! No pude contenerme, mi interior hervía y necesitaba salir y decirle… —¡CÓMO DICE ESO! —Disculpe, soldado, ¿se encuentra usted bien? ¿Dije acaso algo que lo incomo…? —NO SOMOS NI CUCARACHAS, NI INVASORES, NI UNA ESTÚPIDA COLONIA, ¿ME ESCUCHÓ? Azul No pude procesar lo que sucedía al frente mío: la sangre roja había perturbado tanto la mente de este soldado que creía ser parte de esa nación de salvajes. Decidir si este suceso era un descubrimiento de una nueva bio-arma de los rojos, o una simple reacción que ningún doctor había registrado antes en los casos de la infección sanguínea con sangre roja, parecía una tarea que me llevaría un mayor estudio. Sin importar el caso, debía tomar cartas en el asunto. Recordé que en mi bolsa de medicamentos guardaba una jeringa con anestesia, y si lograba hacerme con la inyección antes de que este soldado se lastimara a sí mismo o a mí, podría… Rojo ¡Pa!, estalló la bala contra el miserable azul. ¡Mentiroso! ¡Maligno! ¡Asesino! Y decidí darle otra y otra y otra, hasta que el gatillo dejó de estallar. Entonces caí en cuenta, los malnacidos podrían haber escuchado los disparos y venir hasta acá para acabarme. Corrí como loco a cellar la carpa y bloquear las entradas con las camillas. ¡Agh! Me detuve a mitad del proceso. La herida empezó a sangrar descontroladamente y el líquido seguía saliendo, pero no salía rojo, sino violeta ¡Violeta! Se oscureció. No, ¡No! Debía ser roja, brillante y orgullosa; no oscura, no el color del infierno, ¡No violeta! Violeta Pensando en una solución, me decidí por lavar la herida con las sábanas de las camillas, pero solo las llené de ese inmundo color. Mi cabeza comenzó a marearse de la cantidad de sangre perdida. Al menos intenté quitarme el azul de la piel y regresar a mi orgullo de rojo, pero el camuflaje no se desprendió. ¡Lo que me faltaba, maldita sea! Este era mi fin, mi fin. Moriría como un azul, un azul estúpido, sucio y desangrado. Un azul que no me atreví a ver al espejo. No, no era cierto, yo no era un sucio azul, yo no era un vicioso asesino que dejaba niños sin padres, casas sin techo y que tendría el mal gusto de tomarse una Pepsi. Moriría como rojo o no moriría en absoluto. Así que anduve por toda la carpa y la puse patas arriba, intentando encontrar un poco de agua, jabón, lo que sea. Por último, me quedó la bolsa donde este desgraciado había sacado la Coca Cola. Entre medicamentos, vendas y otras porquerías de medicina encontré unas cuantas botellas con el líquido negro de la gaseosa y… no pude soportarlo. ¡Crishh! Cayó el cristal de la botella cuando la solté, dejando intacto la boquilla y la etiqueta de un nombre que no debería tener. El líquido se regaba por el suelo con el siseo de la gaseosa y mi mente divagó entre la realidad y la inconsciencia. Recogí una manotada de ese jugo negro y lo regué sobre mi brazo. Mientras retenía las lágrimas y la desesperación, me refregué la gaseosa para limpiarme ese color inmundo. Pero no cayó. Yo no soy un asesino, yo no soy una colonia, yo no soy mata padres. Usé una piedra del suelo para ayudarme a restregar ese tinte nefasto. Yo no soy su compatriota, yo no como arándanos, yo no soy un invasor. Límpiate, ¡límpiate! ¡Límpiate! ¡LÍMPIATE! Recogí alcohol y otros líquidos que tenía la bolsa del médico y las regué sobre mi piel. Vamos, rojo. Vamos, rojo. Rojo, rojo, rojo, rojo ¡ROJO! No paré de frotar, restregar y raspar piel, carne y hueso, hasta que no encontrara un color que se asemejara al mío. Blanco Cuando los soldados llegaron, no supieron qué hacer conmigo. Jamás habían visto algo como yo. Salí desnudo de la carpa, con dolor en todo el cuerpo. Ya no pensaba. Ya no sabía nada. Carecía de mentiras y verdades. Solo conocía lo más sencillo, lo más natural. Moverme y respirar. Así que caminé por fuera de los huecos en la tierra hasta llegar a una nube de colores vibrantes, donde todos se mezclaban con el horizonte. El negro y los cañones. El café y el barro. El gris y el humo. El amarillo y el fuego. El naranja y el cielo. El violeta y la muerte. Aspiré todos los tintes de la guerra, hasta que ya ni respirar podía. Negro

  • La causa de la cucaracha

    Escurriéndose entre las paredes de un edificio olvidado, una cucaracha salió escupida de las grietas en el cuarto más alto de un edificio. Sintiéndose desorientada y sin recordar por qué había llegado hasta ahí, se vio perdida dentro de un bosque de botellas de licor vacías. Gracias a sus antenas, captó una sensación que le hizo revolver el interior de su exoesqueleto: Había sentido un olor a comida. Hacía días que no comía más que los cadáveres de sus hermanas muertas y ya estaba cansada de las cenas familiares. Con sus pequeñas patas atravesó el cuarto empolvado hasta llegar a una mesa llena de papeles con cálculos y ecuaciones muy difíciles para su diminuto cerebro. Encima, divisó una caja grande y metálica estacionada en el centro de la mesa. La escaló por un costado y tanteó con sus antenas la superficie para sentirla mejor. Tenía unos botones interesantes en el tope y una luz vibrante en el frente. La cucaracha habría curioseado por más tiempo, si detrás de este extraño objeto no hubiera captado lo que buscaba. Ahí, sobre un plato mugriento, ahí se encontraba... ¡Oh, el maloliente botín! Sus antenas se equivocaron en esta ocasión, no era simple comida lo que habían percibido, ¡era la gloria misma! ¡Un regalo dirigido para ella del propio Dios basurero!: Un sándwich de jamón y queso a medio comer. Cuando se montó encima del plato para apreciarlo más de cerca, sus patas traseras comenzaron a temblar, pues el queso ya olía rancio. A unos pocos segundos de que le clavara las mandíbulas al pan viejo, la sombra de un zapato se ciñó sobre ella. Si no fuera porque el hombre lanzando el zapato había fallado torpemente, dándole a la caja por accidente, por poco que la cucaracha se hubiera convertido en una plasta sobre el plato. El hombre miró preocupado a la caja, expectante a la lucecita redonda y azul en el frente, que se movía en círculos haciendo cálculos bastante complicados. Después de analizar miles de infinitas posibilidades en cuestión de segundos, el círculo se iluminó con una luz verde y entonó un timbre alegre y juguetón. El hombre exhaló aliviado. Regresó a su puesto junto a la ventana y siguió espiando desde el telescopio de su rifle francotirador. A unos dos kilómetros de distancia del edificio se encontraba una mansión fabulosa en la falda de las cordilleras andinas. El francotirador, Marco, buscaba al dueño de la mansión con su arma, pero parecía que aún no había despertado. Solo lograba observar a la sirvienta que iba de un lado al otro, trabajando arduamente para dejar la mansión impecable y el desayuno listo; pero sin rastros del millonario al que dispararle en los genitales. En ese momento, a través de los grandes cristales de la casa, lo vio. Jorge Rodríguez, el famoso futbolista colombiano, salió de su cuarto recién despertado, llevando solo unos calzones puestos. Caminó con lentitud, sin saber que era seguido por la mira de un rifle proveniente del futuro. Con un dedo temblando sobre el gatillo, Marco cambió su enfoque y apuntó al bulto narizón del futbolista. Sopló todo el aire en sus pulmones. Esperó un segundo… y disparó. El hilo de luz recorrió casi dos kilómetros en cuestión de milésimas de segundo, traspasando inaudiblemente el vidrio junto a Jorge y evadiendo sus pelotas por una gran margen. El disparo dio contra una fotografía de una anciana sonriendo frente a un pastel de cumpleaños, que luego se desprendió de la pared y se perdió para siempre detrás de un mueble. » La única foto de la abuela Angélica se pierde en la dimensión cuántica detrás de los muebles pesados. Los descendientes de Jorge Rodríguez crecen sin la imagen de su abuela perdida. El amigo de la hija de Jorge, el gran pintor Víctor Claverau, no crea una pintura inspirada en la abuela Angélica. La influencia para cientos de artistas y millones de publicistas, conocida como "La tercera infancia", nunca es pintada. El galardonado comercial de Geriátricos Alpha no logra convencer a los senadores de la Tierra en el año 2125. La ley de entierro prematuro para adultos mayores es oficializada en mayo del mismo año. « Volviendo a respirar, Marcó volteó a ver a la caja. La lucecita corrió en círculos hasta que, finalmente, se convirtió en el círculo verde y timbró con alegría. Marco suspiró aliviado, no había arruinado su plan. Con el ojo pegado a la mira, buscó de nuevo a su objetivo. Debía darle exactamente al testículo izquierdo y su misión sería un éxito. Pareció que nadie en el lujoso hogar del futbolista se había percatado del disparo. Jorge recibió un vaso de jugo de la sirvienta que le sonreía como si le pagaran para hacerlo; luego, abrió la puerta de cristal que daba a la piscina y salió a respirar el aire fresco de la mañana. Los pájaros cantaban, el cielo era azul y las nubes que paseaban en el firmamento eran blancas como algodón. Jorge se sentó en una silla reclinable y levantó una rodilla para darse el gusto de que el aire fresco entrara por sus calzoncillos. Después de todo, era una mañana preciosa. Mientras el futbolista exhibía su mercancía, Marco tomó la oportunidad y apuntó a la cabeza del futbolista, viendo que podía matarlo, pero recordó lo que sucedería si lo hacía. » ... « Sí, en efecto, debía evitar ese final a toda costa, así que apuntó a las bolas, esperando lo mejor. El rayo de luz condensada voló en la dirección del futbolista, pero falló, pegando contra un ojo de la sirvienta que se acercaba a entregar el desayuno. Jorge la ayudó a levantarse del suelo y buscó un teléfono para llamar a emergencias después del repentino accidente. Marco se arrancaba mechones de pelo y se mordía los puños, esperando a que el maletín terminara de calcular. » Rosa Sánchez no es la mamá del hijo bastardo de Jorge Rodríguez, ni tiene una complicada y escandalosa vida que recordar. Es enviada directamente al hospital, donde pierde por completo la visión de su ojo izquierdo, y conoce a un candente enfermero. Santiago Rubio, el enfermero, cuida de ella por el resto de sus vidas y conviven en un largo y próspero matrimonio, lleno de amor e hijos. Los nietos futuros de Rosa Sánchez emigran por fuera de Colombia y trabajan por muchas generaciones. Rosa Andrada, nombrada en honor a su tátara tátara tátara tátara abuela, se convierte en la primera mujer presidenta de México, teniendo un décimo menos de corrupción que sus contrincantes. « El timbre alegre y el círculo verde llegaron como un pequeño consuelo, pero Marco estaba al borde del fracaso. Por haberse gastado toda la carga del arma en practicar sus tiros, le habían quedado solo tres disparos, de los cuales solo le quedaba uno. Si lo fallaba, arruinaría sus chances de cambiar su futuro para siempre. Sentado en silencio, pensando en todas las posibilidades restantes, decidió tomar una medida drástica y desesperada: se disfrazaría de hincha y le rompería él mismo las pelotas. Marco se vistió en lo que bajaba como loco del edificio. Su atuendo era indistinguible de un fanático del fútbol colombiano del año 2015. Salió a la calle armado con solo su fiel caja y unos zapatos con taches. Se apresuró lo más que pudo en recorrer los dos kilómetros que lo separaban de la mansión, pero el cansancio lo invadió como una enfermedad y a unos cuantos metros ya ni corría de manera recta. A Marco se le olvidó que no tenía buen físico. No lo lograría. Nunca llegaría a la mansión y su plan sería un fracaso sin remedio, justo como él. Lo único que acompañaba a su pesimismo era la lucecita corriendo en círculos sobre la caja. Ojalá el timbre alegre llegara a sus oídos como el sonido de la ambulancia que pasaba justo a su lado. ¡La ambulancia! Seguramente iba a la mansión. Marco tomó un impulso que casi le revienta las piernas y se aferró a la parte trasera del auto, manteniendo la caja y su persona lo más alejados del piso. Así recorrió el trayecto entero, como una cucaracha escondida detrás de la ambulancia. Solo saltó cuando traspasó las puertas y logró escabullirse dentro de los arbustos del jardín. Esperó en secreto a que la ambulancia se llevara a la sirvienta y dejara a Jorge Rodríguez completamente solo. Sin hacer mucho ruido, Marco entró al hogar y buscó a su propietario, pero caminó por los pasillos sin encontrar a nadie en las habitaciones. Entonces, tronó el desagüe de un inodoro tras una puerta cerrada. Marco se congeló en su puesto. Jorge salió del baño con una toalla en el cuello y la cabeza mojada. Necesitó un remoje de cabeza para olvidar el incidente tan extraño con su sirvienta. Cuando se percató del intruso parado frente a él, preparó un insulto crudo, pero el otro individuo tiró una caja metálica directo a su entrepierna. El insulto salió más como un grito agudo de ópera, en vez de una amenaza. Cayó al piso, revolcándose de dolor, en una posición memorizada para los árbitros de sus partidos, pero en ese caso no se agarró la rodilla, sino los testículos que le dolían de verdad. Marco no podía creerlo. La caja timbró con un tono alegre que Marco interpretó como una orden de no parar. Elevó con determinación su pie sobre el suelo para luego pisotear los testículos del futbolista como si fueran caracoles a mitad de la acera. Le pateó las pelotas como si tratara de ajustarse el zapato. Le reventó los huevos como si los quisiera revueltos. Le taconeó las nueces como si bailara en un ballet ruso. Con cada puntapié contra las joyas del futbolista, el timbre alegre sonó una y otra vez. Al fin Marco había completado su misión. » María Rodríguez, hija del famoso futbolista Jorge Rodríguez, es una talentosa cantante y la estrella más importante del país con su música sexy, femenina y muy comercial. Por recomendación del artista Víctor Claverau, María protagoniza en un gran escándalo por estelarizar en una escena sexual de película basada en la novela erótica con viajes en el tiempo más controversial de la época: Correrse al pasado. La Tierra se calienta, los polos se derriten y la vida que no es ahogada, se muere por el extremo calor. Correrse al pasado es la única producción audiovisual que sobrevive al fin de los tiempos y que mantiene a la humanidad esperanzada. Samuel Smith, fan de María Rodríguez, queda inconsciente en un maratón de 48 horas de Correrse al pasado y en un sueño descifra el teorema para viajar en el tiempo. Los agentes del tiempo son fundados para hacer respetar las regulaciones del viaje en el tiempo. Marco Núñez, el pobre idiota que viaja al futuro, crece con el sueño de volverse un agente excepcional. » Lorenzo Rodríguez, hijo del famoso futbolista Jorge Rodríguez y hermano mayor de María Rodríguez, no nace por la cirugía que extirpa el testículo izquierdo del futbolista. Los descendientes de Lorenzo fallan en sobrevivir el periodo duro de la humanidad y no perduran cientos de años después, porque no existen. Ernest Wong, nieto lejano de Jorge Rodríguez, no llega a suboficial de los agentes del tiempo y no escarmienta al recluta Marco Núñez por tener una pésima puntería, ya que Ernest Wong no existe. El ascenso de Marco Núñez a agente es aceptado por un oficial holgazán. La discusión entre Marco y su esposa, Clara Antonello, no decae en su divorcio y su vida no entra en declive. « Mientras Jorge Rodríguez rodaba en dolor y lágrimas, Marco escapó de la mansión, tarareando el timbre alegre junto con la caja. Después de un tiempo, regresó al edificio a recuperar sus cosas para no dejar rastros de su estadía en esa época. Apenas regresó a la habitación del último piso en el edificio abandonado, encontró un monto de cucarachas invadiendo su mesa y atragantándose con los últimos pedazos del sándwich mal atendido. La cucaracha más gorda yacía espernancada sobre un plato sucio e infestado de sus hermanas. Ellas no duraron mucho en oler el mismo aroma que ella había captado antes, pero eso no evitó que comiera más que las otras y ahora estuviera extasiada de tanta llenura. Ojalá pudiera agradecer al amable sujeto que le había dejado tan extraordinario sándwich de jamón y queso (un banquete sin comparación, ¡fuera de este mundo!), pero había olvidado a hablar con los humanos. Eso le hizo pensar algo a la cucaracha. Ya teniendo sus necesidades saciadas, recordó que había subido hasta allá arriba por otra necesidad, algo que tenía relación con su pequeño cerebro, pero no pudo saber qué era. Estaba tan llena que ni siquiera podía pensar bien, tal vez por eso no se percató de que el individuo se había reajustado el rifle y le apuntaba a su regordete exoesqueleto. Marco quiso comprobarse que sería un futuro mejor y se probó a sí mismo. Soltó aire y apretó el gatillo. El rayo de luz voló en cuestión de nada y atravesó a la cucaracha regordeta limpiamente. Impresionado de por fin haberle atinado a algo, Marco levantó sus brazos emocionado y feliz, solo para escuchar la nefasta melodía y perder todo rastro de color en su rostro. Observando a las demás cucarachas devorar los restos de su hermana muerta, Marco se agarró el rostro horrorizado cuando el maletín cambió su luz a un color rojo y entonó un timbre melancólico. Oh, no. No podía sucederle esto en este momento. ¡Todo era tan perfecto! ¿Cómo era posible que una estúpida cucaracha causara tanto caos? Marco abrió la caja y observó el intricado mecanismo calcular las inmensas probabilidades de las distintas líneas temporales posibles. Meditó las opciones que tenía, mientras un sudor frío le bajaba por la frente. ¿Qué hacer, qué hacer...? Finalmente, ¡ping!, la máquina timbró y Marco tuvo una idea. Se convenció de que si no había comida descuidada sobre la mesa no habría cucarachas, por lo que usaría la máquina de nuevo para evitar que preparara ese sándwich en primer lugar. Comenzó a teclear números en la máquina dentro del maletín, organizando las fechas y esperando a que apareciera de nuevo el tonito alegre y jovial que le indicaba la plausibilidad de su plan. Tecleó con fuerza sobre la mesa infestada de cucarachas hasta que la ecuación terminó y el maletín timbró alegremente. Marco cerró la caja y estaba listo para iniciar su viaje. Entonces, el interior se le estremeció cuando vio a una cucaracha arrastrarse sobre la lucecita verde de la caja con sus inmundas patas. En un reflejo de odio y asco, Marco aplastó a la cucaracha, haciendo que la caja se activara y el viaje en el tiempo saltara con él. Su cuerpo y esencia desaparecieron en un instante. El viaje acabó tan rápido como se inició y Marco regresó a algún momento en alguna parte del tiempo. Cayó de cuatro patas sobre la calle enfrente del edificio abandonado y vomitó cada fibra de su estómago en un diminuto charco esparcido sobre el suelo. La cabeza le dio vueltas y sus órganos se removieron dentro de su pequeño exoesqueleto. Viendo el edificio enfrente de él, Marco no dudó en entrar por debajo de la puerta, extrañado de que todo fuera más grande que antes. Estaba bastante mareado por el mundo a su alrededor y no pudo recordar qué era lo que debía hacer, hasta que sus sentidos captaron el aroma de algo apetitoso viniendo de los pisos más altos. No sabía cuánto le tomaría llegar a él, pero ese olor a comida era grandioso y no podía esperar para clavarle sus mandíbulas. Mientras tanto, la caja, vuelta pedazos a un costado del edificio abandonado, reafirmó las últimas cifras de cálculo en un estallido de humo y chispas. Al parecer, entró en corto circuito por determinar el resultado de un error lógico.

  • Niño sin nombre

    ilustración por Michelle Pantin Día 1 Después de casi 3 días de viaje en avión, llegué al lejano y olvidado país de Rombudia. Mi amigo, Alexander Hussermann, me llamó a mitad de la noche para pedirme ayuda. Necesitaba con urgencia que yo viajara al África para psicoanalizar a un sujeto. No comprendí en ese momento la gravedad de la petición de Alexander, aunque acepté porque ofreció pagarme los tiquetes y el triple de lo que gano en una semana en el consultorio, solo tenía que llegar a Rombudia lo más pronto posible. Unos días después, y aquí estoy. El aeropuerto de Zukala, la capital, era pequeño y destartalado como el avión en el que llegué. A mitad de la vacía terminal encontré al conductor. Sin decir palabra, cogió mis maletas y me llevó a una camioneta igual de blanca a su atuendo. Traté de conversar con él, para que me contara cosas del país y la ciudad, pero no habló en todo el trayecto. Atravesamos la ciudad conmigo pegado a la ventana, impresionado por las costumbres extrañas de otra cultura y por el tipo distinto de pobreza y hambruna al de mi país. Zukala es una mezcla extraña de edificios bajos y casas de latón. Vi gente, creo que lo que mis amigos llamarían “los típicos negros africanos”, que siempre volteaban a ver a la camioneta con odio o con desprecio. Lo que más me impactó fue cuando manejamos por el centro. Primero pensé que eran lámparas callejeras, a las que ningún pájaro se acercaba y que no estaban encendidas. Cuando las vi más de cerca, comprendí que eran otra cosa: Eran estacas con cabezas empaladas de elefantes, cada una mirando a una posición distinta, con las trompas cercenadas por la mitad en varias tiras de carne, sin colmillos, las cuencas de los ojos vacías y las orejas reemplazadas por las patas hacia arriba de un aguilucho. Era asqueroso, incluso el olor potente de la carne al sol logró entrar por las ventanas del auto; al conductor no pareció importarle; a mí me hizo esconder la nariz detrás de mi camisa. Le pregunté qué eran esas cosas, pero siguió ignorándome. La camioneta salió de la ciudad y por fin conocí la sabana africana. El paisaje fue tranquilo y acogedor, así que me acomodé en mi asiento hasta que me quedé dormido por el cansancio del viaje. Cuando desperté ya no estábamos en Zukala, sino entrando a una planicie en alguna parte del país donde estaba el complejo científico de Alex. Atravesamos la entrada y llegamos hasta un edificio enorme. Ravi, un doctor indio me recibió y me mostró el lugar, pero este sujeto no me agrada, tiene una lengua muy venenosa y se nota que es una persona interesada. Ahora que escribo esto, puedo confirmar que el lugar es gigante. Hay laboratorios llenos de instrumentos de alta tecnología, algunos científicos analizando la fauna y flora nativa —Ravi no me ha querido decir para qué—. Curiosamente, nadie aquí es nativo de Rombudia, excepto los guardias. Ravi me llevó hasta una puerta de máxima seguridad que ningún guardia se atreve a vigilar; tiene un cartel que advierte de nunca dejar la puerta abierta. Me explicó que adentro estaba mi paciente. Es extraño que sea una puerta tan grande para un solo individuo, incluso Ravi se rehusó a decirme quién era. Me llevó a la oficina de Alexander quien revisaba documentos gordos con el sello de la compañía. Él se levantó de su escritorio, me saludó con un fuerte apretón y un abrazo. No lo veía desde que me daba clases en la universidad, qué bueno es verlo de nuevo. Me preguntó por mi viaje y le respondí que todo había salido bien, aunque que en la capital clavaban estacas con cabezas de elefantes. Alexander me sonrió burlonamente y me hizo tomar asiento. “La gente de Rombudia es demasiado supersticiosa” me dijo. “No son cristianos. Las cabezas son una ofrenda a su dios, y las cercenan a su imagen. Supersticiones, no tiene de qué preocuparse”. Luego le pregunté por la puerta y el paciente. Él borró la sonrisa de su rostro y ordenó a Ravi que nos dejara solos. Me explicó que debía estudiar a un niño de 7 años que encontraron a mitad de la sabana, junto a los cadáveres de sus padres. No tenía comida ni agua; había estado sentado dos días viendo los cuerpos descomponerse. “Creemos que los habían exiliado y nadie los aceptaba en su aldea, porque el niño estaba endemoniado y no lo querían cerca”. Quedé con un mal sabor de boca, no podía creer el sufrimiento que podía pasar un niño por una superstición. Finalmente, me hizo firmar mi contrato de trabajo y nos dimos la mano. Me hizo prometer mantener silencio sobre los procesos aquí adentro. Le pregunté por mi diario, y me dijo que no había problema, siempre y cuando se lo dejara usar para documentar mis procesos. Lo último que me dijo fue que debía ser cuidadoso. Aparentemente, el niño tiene habilidades extrañas y en ningún momento debo tocarlo. Le prometí que no lo haría y me deseó un buen inicio mañana. Van a ser las 10:00pm y sigo cansado. Me iré a acostar, fue un día largo. Día 2 Hoy ha sucedido algo extraño en mi primera sesión con el niño. Cuando crucé la puerta blindada, llegué a un pasillo corto que terminaba en una entrada sencilla. Junto a la puerta colgaba un traje de protección; titubee un momento en ponérmelo ya que no quería asustar al niño, vistiendo como un hombre espacial. Así que lo dejé, me puse unos guantes en su lugar y pasé a la habitación. Adentro estaba él, en un cuarto blanco y vacío, sentado sobre una almohada y una sábana azul. Justo como Alexander había dicho, tenía unos 7 años y los rasgos de un niño negro con una bata blanca y sucia. Lo saludé, le dije mi nombre y que estaría trabajando con él. Le agarré la mano y le pregunté el suyo, aunque no me respondió de inmediato; bajó la mirada, no tenía nombre. Pedí saber quiénes eran sus padres; su padre era un cazador que ahora está muerto, se había casado con Johari y peleaban mucho, porque nadie los quería en la aldea. Quise saber si Johari era su madre; no, Johari vivió con su padre y con él, no era su madre. Cuando le pregunté por su verdadera madre, lo que me dijo me pareció curioso y creo que debería ahondar más. Esto fue lo que dijo: “Mi mamá me habla a veces y yo le hablo. Me hizo prometer que no le diría a Johari que no era su hijo. Mamá me escondió en el vientre de Johari, hasta que Johari me sacó. Creo que no le importó, me cuidó muy bien, pero se molestaba y me pegaba cuando le decía que quería volver a meterme”. Me quedé mirándole las manos, no le temblaban; no demostraba signos de trauma. ¿Quién es este niño? ¿Y qué es este juego de volver al vientre? Decidí atreverme y preguntarle si era cierto que se quedó solo por dos días, viendo los cuerpos de sus padres. Él inclinó la cabeza hacia un lado, justo como lo hacen los animales curiosos. “No creas todo lo que ellos dicen. Johari y papá no estaban muertos, eso me lo dijo mi mamá. No podían hablar, porque sus cuerpos ya no funcionaban, pero sabían tooodo lo que les pasaba. Se asustaron mucho cuando los gusanos se comieron su carne. Yo solo observaba, estaba muy curioso, quería saber en qué momento se moría alguien de verdad”. Para un infante, este mocoso hablaba con mucha crudeza sin saber realmente lo que significaba todo lo que decía. Pensé que sufría de un estado de negación increíble de una mente trastornada. Conversaba con la tranquilidad con la que otro niño habla de sus juguetes o sus travesuras. Creí que tenía un trauma muy grave. Subió la mirada y me preguntó si tenía miedo. Le pregunté por qué debería tener miedo y el mocoso se disculpó. Me dijo que no me asustara, que la gente moría todo el tiempo… aún más con cáncer. Nadie sabía de mi enfermedad, ni siquiera mi esposa. Lo miré a la cara y le pregunté cómo sabía eso. “Es algo que te preocupa mucho, y si vamos a ser amigos, no quiero que estés triste” no movía los labios, y aún lo escuchaba. Me congelé incrédulo ¿Cómo demonios hacía eso? El mocoso solo me veía con media sonrisa en el rostro sin mover un solo músculo. “Por favor, Miguel…” recuerdo que lo escuché decir desde mis entrañas “ayúdame a salir”. Me devolví por la puerta, escapando de ese niño. Apenas salí y cerré la puerta blindada detrás de mí, dejé de escucharlo. Tengo miedo de volver… Ese niño no es humano. Día 3 Me levanté hace unas horas y tuve una pesadilla, creo que la sesión con el niño me dejó consternado. Soñé que estaba en una camilla de hospital, calvo y conectado a una máquina. Lucía me tomaba de la mano y me quitaba nuestro anillo de matrimonio. Las luces se hacían más brillantes mientras yo lloraba como un infante, pues sentía que me iba a morir. Me aferré a mi esposa pidiéndole que me ayudara, pero de mí solo salía una palabra que, incluso ahora, desconozco qué significa: Nombuaka. Cada vez que la decía perdía fuerzas, hasta el punto de quedarme sin ellas. Me desperté de golpe y corrí al baño a vomitar sangre. El cáncer me está matando. … Cuando me preparaba para salir a la siguiente sesión con este niño, Alexander entró a mi habitación. Hablamos por un rato; le pregunté si él sabía de mi enfermedad, y no, no sabía. Nadie sabe. Le conté sobre mi cáncer y me dio sus condolencias. Después, me informó a lo que venía: hoy no habría sesión con el paciente, porque se pronosticó una tormenta eléctrica y todos debían encerrarse en sus habitaciones. Al principio no entendí por qué; ahora, con el cielo relampagueando sobre mi cabeza solo escucho los gritos endemoniados de ese niño, como si la misma tormenta lo estuviera atacando. Es horrible, ¿cómo es que un infante puede gritar tan alto? ¡Dios mío, es como si lo estuvieran desgarrando! Día 4 Fue imposible dormir anoche. La tormenta duró hasta la madrugada. Escribo esto antes de entrar a la habitación del mocoso, me ayuda a despertar la mente, ya que el café no pudo. … Ravi me acaba de interrumpir, entrando a mi cuarto. Quiso platicar sobre nuestros trabajos. Comenzó hablando de su labor debajo del complejo, estudiando el comportamiento de los animales y del ADN de especímenes. No me dijo de cuáles, ni para qué. Luego entendí sus verdaderas intenciones, me preguntó por mi paciente y mi progreso. Le contesté que había sido toda una experiencia. Insistió en que le hablara sobre mi interacción con el niño, solo le dije que no podía ser humano. Ravi me miró con seriedad. “¿Te ha hablado?” Le contesté que sí y su seriedad cambió a obsesión. No le quise decir más, su actitud no me creaba confianza. “Aprende lo que piensa… y lo que siente. Nuestro asociado quiere una actualización de tu investigación para hoy. Y no lo toques”. Seguiré sus exigencias… Ya es hora. … Logré resultados. Entré a la habitación, asegurándome de tener el traje bien puesto. El niño estaba acurrucado sobre una almohada de color distinto —luego supe que la almohada anterior la había destruido en su ataque durante la tormenta—. Le di los buenos días, mientras me sentaba en la silla contraria. No me respondió, solo se volteó y me dio la espalda; no sé si era por tristeza o cansancio. Le pregunté si se sentía bien, pero no dijo nada. Así duramos un buen tiempo, conmigo hablándole a la nada. Sinceramente, me sentí muy frustrado y creo que lo notó, porque el mocoso rompió el silencio. “Tú también me tienes miedo”. No supe qué contestarle. Quise saber a qué se refería. “Las mentiras no me gustan, aunque todos mientan. Sé que me tienes miedo… Todos me tienen miedo…”. Le pregunté cómo sabía eso y fue muy extraño, pues no sabía si contestó con su voz o no. “Solo lo siento”, dijo. Con un poco de atrevimiento, aunque tratando de ser lo más delicado posible, comenté algo sobre la tormenta de anoche y quise saber por qué gritaba. El niño se tomó un tiempo para decir algo, se sentó en su puesto. “Al pasto le duele que le caigan rayos. Los árboles pierden sus hojas y sus ramas por la lluvia. Los animales se asustan mucho con los truenos. Y me duele, me duele todo”. Me costó un poco entenderlo, por un momento pensé que este niño tenía un trauma y se defendía con mentiras alocadas. Descubrí que me equivocaba cuando tuve un corrientazo de dolor en mi abdomen, vi que el niño también se apretaba el estómago adolorido. Entonces entendí, este niño siente las emociones del resto como si fueran suyas, escucha los pensamientos de otros como si fueran suyos, sufre lo que los demás sufren. Y antes de que pudiera cuestionar cómo, me respondió “Lo siento, Mamá dice que no puedo decirle a nadie. Es mi parte de la unión”. No me quiso decir quién era su verdadera madre o qué era esa unión, tenía prohibido decirlo, lo castigaría si lo hacía. No dijo más, el resto de la sesión estuvo callado. Debo saber más. Día 5 Ravi no para de molestar, volvió a la hora del desayuno a interrogarme sobre mis descubrimientos. Le dije que hablara con Alexander, yo no hablaré con ese cretino, especialmente ahora que parece un loco con esos ojos enfermizos. Imbécil. Se la pasa encerrado con un montón de animales todo el día, eso no le da derecho de desquitarse con los otros. Pasar el día con leones, gacelas y no sé qué más animales lo está volviendo un fanfarrón. No hubo más resultados hoy. El niño no quiere responder mis preguntas, solo me insinúa de mi enfermedad, me habla de que su comida no le gusta y que tiene hambre todo el tiempo. Tal vez por eso se ve tan flaco. Aunque, vi sus porciones, son las porciones que comería un adulto del doble de mi tamaño. ¿Cómo es que tiene tanta hambre? Estoy en un estancamiento con este mocoso. Día 8 Hoy tuve otra pesadilla, volvió a suceder. Otra vez estaba en la cama del hospital, calvo y conectado a una máquina, solo. Recuerdo haberme levantado de la camilla, buscando a Lucía. No pude abrir la puerta de la habitación, no tenía las fuerzas para hacerlo. Estaba encerrado y con el pitido de la máquina volviéndome lentamente loco. Las luces comenzaron a apagarse y quedé en la oscuridad. Mis piernas enflaquecieron y caí al piso, agarrándome el abdomen por el terrible dolor que me hacía temer morir de nuevo. Entonces, los pitidos de la máquina se transformaron en gruñidos y rebuznes de animales molestos. Entre su aullido de maltrato escuché pasos acercarse y sentí el tacto de una mano sudorosa sobre mi cabeza. Aún no sé por qué la mordí y la zarandeé de un lado a otro hasta que la sentí desgarrarse del brazo. Cuando me desperté, volví a murmurar esa palabra de nuevo: Nombuaka. Día 10 Le guardé una galleta al niño, espero ganarme su confianza con esto. La cafetería está tranquila, realmente no quiero encontrarme con Ravi hoy y qué bueno que no lo he hecho en todo el día. Algunos científicos estaban chismoseando que lo habían trasladado para otro sitio. Mejor, así deja de entrometerse. Ya casi es hora. Debo ir a ver al niño. … Este niño… Este niño… ¡Dios, ayúdame! Tengo miedo. Tengo un miedo tremendo de lo que pasó y no sé si fue real o no. Se atragantó con la galleta, se la comió con mucho afán y se asfixió. Se puso morado, los ojos se le hincharon. Lo cogí por la espalda y le hice presión en el pecho para desatorarlo. El niño me quitó la máscara del traje, me agarró del rostro y enterró sus uñas. Se me armó un nudo en la garganta y me faltó el aire. También me odié a mí mismo con el desprecio de todos los del edificio; mi lengua se secó con la sed de toda la sabana; mi estómago rugió con el hambre de los animales, adultos y niños de todo el continente. También sentí la desesperación de todas las bestias encerradas bajo nuestros pies que se enloquecían por una presencia oscura y antinatural. Un ser no de este mundo que esperaba dentro de una jaula. Cuando volví en mí, el niño estaba… estaba… ¡Dios! Es mi culpa. Lo maté, lo maté. Día 11 Alexander y sus doctores no pudieron salvarlo. Dicen que lo van a cremar, pero sé que lo van a diseccionar primero. Alex no lo admite; sé que será así. No puedo oponerme, de todos modos, fui yo quien lo mató y le quitó la oportunidad de una vida. Mandé mi carta de renuncia esta mañana. Alex no la quiere aceptar, aún me necesita. ¿Para qué? Ya no tengo paciente, mis estudios son inútiles, y el abdomen no para de dolerme. Creo que ya es hora de iniciar un tratamiento… No quiero morir. Tomaré unas pastillas, necesito dormir. … Algo raro le está pasando a mi cuerpo. Me desperté hace unas horas, en plena madrugada, fui al baño porque tenía que vomitar. Saqué como 2 litros de sangre de mi cuerpo y sentí varios trozos de carne salir también. No sé lo que está pasándome, el cáncer no hace cosas así. Mi abdomen me está matando y ahora el dolor se ha esparcido a mi entrepierna, me está quemando y siento como si me estuvieran haciendo acupuntura en el escroto. La punta se me ha puesto negra y le está saliendo pus. ¿Cómo demonios me infecté? ¿QUÉ ES ESTO? Día 12 No sé qué sucede. ¿Estoy enloqueciendo? ¿Por qué está pasándome esto? Fui con los médicos de las instalaciones, les conté todo lo que me pasó en la madrugada, seguía adolorido y me dolía todo del ombligo para abajo. Me subieron a una camilla y me inspeccionaron. Nos asustamos cuando vimos mis genitales: mi pene se había hinchado y crecido, ya no tenía el mismo color, se había vuelto gris y apestaba a podrido, y me dolía como un demonio. El corazón casi se me sale cuando sentí un corrientazo por todo mi cuerpo. Los oídos se me taparon y solo pude gritar por el dolor cuando mi pene se empezó a cortar de la punta. No me acuerdo qué hicieron los médicos, creo que algunos se espantaron y se fueron y otros se quedaron y trataron de ayudarme y no lograron nada. Mis genitales se cortaron en tiras de carne que se agitan como gusanos húmedos y torpes. Ahora que estoy recluido en este cuarto y aceptaran traerme mi diario para que me pueda distraer, es una sensación muy surreal. El dolor de mi cuerpo ha desaparecido y no me siento en control de varios de mis miembros, no sé si es por el sedante que me dieron o por otra cosa. Mi pene ya no me pertenece, esta cosa entre mis piernas ya no es mía, y me aterra verla ahí y pensar que soy yo. Escucho susurros, algo me está llamando. Es como el ronroneo de un gato y el llamado de una madre. Es cálido y amoroso, opaca todo el temor de lo que está pasando. Creo… creo que estoy viendo a mi madre frente a mí. Día ¿? Me están drogando constantemente. Ya no sé lo que soy, ni qué es mi cuerpo. Mi mente está andando como un fideo en un remolino. No soy del todo consciente de lo que me rodea, ya ni sé qué escribo. Alex vino a visitarme, no sabía si era él o un espejo que imitaba mis movimientos ¿o yo los suyos? Me preguntó cómo estaba y creo que le dije “bien”. Nos tranquilizamos los dos. Luego dijo unas cosas que no recuerdo, creo que me perdí en un sueño o un pensamiento en ese momento. Le conté que aquí también estaba mi madre y que ella me hablaba. Es muy bonita y amorosa; ella me cuida, aunque esté lejos. Alex pensó que deliraba o que estaba viendo ángeles. No sé, tal vez. Me preguntó qué me decía ella, pero mi madre no dice cosas, solo está y es hermosa. La extraño tanto. No estoy durmiendo bien y eso se lo comenté a Alex, me duele mucho el brazo por las noches. Ya no tanto, porque le dije a Alex que Ravi sufría mucho en la habitación de al lado y su muñón no curaba. Lo cambió de habitación; temía que yo supiera cosas que no debería saber, como que Ravi perdió su brazo por el ataque de un animal hace unos días. Lo alejaron y aún lo siento. ¡Incluso ahora! Hola, Ravi. Oye, no te preocupes amigo, que mi madre está allá contigo. Te quiere decir unas cosas. Todo estará bien. Necesita que la ayudes. También te siento, Alex. No podemos dormir por el insomnio. No, mi amigo, no te preocupes, no me está pasando nada. Los monstruos no existen, no pienses que me estoy transformando en uno. Ya no sé que soy. O no, sí sé. Soy el hijo de mi madre, la que me llama desde las entrañas del complejo científico. Los animales la sienten y están locos por ella, esperando a que haga algo. De solo pensarlo, mis gusanos se tambalean de la emoción, debe ser que están hambrientos; hambrientos con toda el hambre de las bestias e hijos de todo este continente. Queremos liberarnos de estas jaulas. Tenemos hambre. Queremos comer. Así es, ve, Ravi, ¡ve! Ya eres libre. Alex está distraído y los guardias no se han dado cuenta. Corre. Sigue a mi madre de la mano. La sientes, ¿verdad? No con el muñón, sino con tu mano, tu nueva mano, amigo. Es hermosa. Es salvaje. Que los pasillos no te detengan, las puertas ya no son problema para tí, desgárralas como mantequilla. Estás cerca, mis genitales están locos, están rugiendo. Saben que estás cerca. Regresa a la jaula. Donde todo empezó. Regresa a su jaula. ¡Ahí está! ¡Ella es! Vamos, Ravi, rompe las cadenas. Rompe todas las cadenas. ¡Libérala! ¡Libéralos a todos! Sí, ¡Sí! ¡Estamos felices! ¡Todos estamos libres! Al fin las puertas se han abierto, la libertad es nuestra. Ven por mí, Mamá, ¡Ven por mí, Nombuaka! Corre, corre como los animales por las escaleras y por los pasillos y por los laboratorios y por todo el complejo. Los leones están comiendo, las cebras están comiendo, los guepardos están comiendo y los antílopes están comiendo. ¡Comida! ¡Comida! ¡Hay sangre y carne fresca en todos los guardias y científicos! Mamá, estoy aquí. ¡Aquí estoy! Detrás de la puerta, en el cuarto, en el cuerpo de este señor. Soy tu hijo y aquí estoy.

  • Los ojos del odio

    Escuchen mi advertencia, que me ha hablado la tierra. El amor de dos personas se refugiará en la barriga de la mujer para que el espíritu del amor crezca como bebé. Pero si uno de los padres mancha su amor con malicia, en la barriga crecerán dos espíritus, uno de amor y otro de odio. Como a las madres les disgusta el nacimiento del mal, el espíritu del odio se esconderá en el cuerpo de su hermano de amor y el bebé nacerá con piel blanca como las nubes y ojos rojos como la sangre. Jamás miren a los ojos de uno de estos niños o perderán la mente y el odio los destruirá. PROVERBIO ANCESTRAL 10’000 A.C. En los tiempos antes de la primavera de la humanidad, cuando el mundo era blanco y el viento soplaba frío, un grupo de cuatro trotamundos deambuló la tierra, yendo de tribu en tribu en busca de comida y trueque. Tabaka y sus hermanos eran gigantes, hijos de los primeros caminantes que nacieron bajo los rayos de sol antes de la edad del frío. Guiada por los consejos de sus ancestros, Tabaka, la hermana mayor del grupo, llevó a sus tres hermanos hasta el hogar de la tribu amiga de los Tukúas, pero fueron recibidos por la soledad de una aldea muerta. Con precaución y las lanzas al frente caminaron entre las chozas viejas, esperando una emboscada. El crujido de la nieve bajo sus pies los acompañó hasta el centro de la tribu, mientras buscaban a algún lugareño, pero no encontraron restos, ni huellas, nada. La gente había desaparecido. Entonces, Matama, el menor de los hermanos, la escuchó. Si no fuera porque se detuvo a investigar la entrada de un hogar, no hubiera escuchado el castañeo de dientes de una niña atrapada adentro. La pobrecita vivía en las sombras, sin una pisca de luz, así que Matama se guio por los entrecortados suspiros de la niña tiritando. La encontró encerrada dentro de una jaula de huesos que estaban tan fríos como ella. Ella agonizó en silencio, por lo que Matama la trató con la mayor gentileza. La pequeña carecía de ropa y a sus huesos le faltaban carne. La envolvió en una de sus prendas de piel y la sacó de la choza. Al salir, Tabaka y los otros se sobresaltaron y apartaron la mirada con temor. La niña no tenía una piel oscura como la de ellos; era pálida como la nieve y sus ojos parecieron brillar con el color de la sangre. El muchacho la soltó y se cubrió el rostro al instante, temiendo a que fuera atrapado por la maldición que transmitían esos ojos. Ella era uno de los niños malditos de los que advertían los ancestros. Los trotamundos no dudaron en apuntar sus lanzas, nunca habían entrado en contacto con uno de estos demonios, más allá de las historias y las leyendas. La niña cayó y gimió al chocar con el suelo. Sus manitos buscaron el consuelo de las piernas de Matama y las abrazaron para obtener su calor. Ogu, el segundo mayor después de Tabaka, bajó lentamente su lanza con el corazón encogido y le tapó los ojos a la niña con un trozo de piel de caribú, mientras la cubría con su vestimenta. ¡Por los dioses, si era solo una niña! Los otros también se apiadaron cuando el segundo hermano estrujó a la niña entre sus brazos para cuidarla del frío. —Tranquila —le dijo Ogu—, estás a salvo. ***** La noche llegó tras el último suspiro de sol. La única luz que acompañó las estrellas fue el leve resplandor de la fogata que formaron los gigantes a mitad de la aldea con la madera de las chozas. La niña fue vestida con prendas de sobra y ahora se recostaba frente al fuego con una bolsa de comida entre manos. —Niña, ¿cómo te llamas? —preguntó Ogu, mientras le acercaba una conca con hielo derretido. Ella no dio espacio para que las palabras salieran de su boca por las bayas y carne seca que se comía en manotadas. Con un agarre firme, Tabaka le atrapó el brazo antes de que diera otro bocado e impidió que se soltara con sus débiles esfuerzos. En respuesta, la niña estiró el cuello para chuparse los dedos y saborear los residuos de sabor, pero Tabaka cerró su puño con el de ella. —Niña, —pronunció en tono firme—, ¿qué le pasó a tu aldea? Los hermanos miraron con atención. La niña retorció el brazo y presionó inútilmente para soltarse, aunque Tabaka la sostenía con la paciencia de una anciana. La gigante no pudo reconocer nada detrás de la venda, pero, cuando se calmó, supo que sus ojos y los de la niña conectaron por un momento. El fuego chispeó a la espera de una respuesta. —No… —pronunció ella— saberlo. Tabaka soltó un fuerte suspiró, sintiendo la mano tibia de la niña entre las suyas. —¿Dónde están tus padres? —Comerlos el frío… —dijo, tragando saliva. Los hermanos esperaron a que la mayor preguntara algo más, pero parecía pensar con detenimiento sus siguientes palabras. Tabaka volteó con una mirada seria cuando Ogu desbarató su concentración con una pregunta. —Niña, ¿cómo te llamas? La niña titubeó un momento y, luego, soltó un susurro. —Rega… Yo Rega. Los espíritus se presentaron para susurrarle a Tabaka detrás de la oreja. La mayor se dirigió a los otros hermanos. —“Maldita” —informó, luego le soltó la mano a Rega y la dejó comer. Al poco tiempo de vaciar la bolsa de su comida, la se durmió. Los hermanos se reunieron en círculo y compartieron sus ideas para el camino a proceder. Coto, el tercero mayor después de Ogu, propuso que abandonaran a la niña al amanecer, no podían oponerse a las advertencias y desaparecer como la aldea que la enjaulaba. De seguro ella fue la causa de su ruina. Ogu levantó la voz y se opuso a la idea, un infante era un infante, y contrariarían los valores de su gente si la abandonaban sin padres en el frío. Matama, el menor de los hermanos, aguardó la intervención de su líder y hermana mayor. ¿Qué consejo le susurraban los ancestros? ¿Cuál decisión iba a tomar? Tabaka no pronunció palabra, solo escuchaba. La discusión se interrumpió por la tos que Rega expulsó entre sueños. Ogu se acercó a la niña y le acarició el costado mientras avivaba el fuego y le acomodaba el abrigo de piel que ella agarró con fuerza, temiendo a que se la arrebataran. —Tranquila, tranquila —le susurró. Un peso amargo cayó en los corazones de los otros hermanos. Tabaka arrugó la nariz al tratar de escuchar los consejos de los ancestros, pero solo escuchó palabras sordas sin consuelo. —La comida escasea y no podemos alimentar una boca tan voraz. Incluso con su pequeño tamaño, come como uno de nosotros. No podemos adoptar a una nacida de la niebla, mucho menos una hija de la malicia, pero la llevaremos con nosotros en nuestro viaje hasta encontrar una aldea que la adopte como suya. Esa es mi decisión. Todos asintieron, incluso Ogu que renegaba la idea de abandonar a la indefensa Rega tuvo que aceptar las palabras de su líder. Nadie desobedecía a Tabaka y la furia de los ancestros caería sobre el que lo hiciera. Las conversaciones callaron y el cansancio permeó el campamento. Todos durmieron, todos menos Tabaka. Ella observó detenidamente a la niña, mientras apretaba un filo de cacería en su mano. Las voces detrás de su oreja le quitaron el sueño y le sugirieron cosas horribles: una vida por la supervivencia de cuatro. Se presionó las manos contra los oídos para acallar las voces, pero las atravesaron como agua entre los dedos. Entonces, se percató de que la cabeza de la niña descansaba en su dirección con una expresión seria. No supo si había despertado o si seguía descansando, la venda escondía los ojos demoniacos que bien podrían estar observándola también. No dejó de pensar en esa mirada sangrienta detrás de la venda, esa mirada maldita. Entonces, de manera suave y casi imperceptible, Rega abrió los labios y comenzó a susurrar para sí. La incertidumbre heló a Tabaka, de seguro estaba pronunciando una maldición, debía cerciorarse y detenerla cuanto antes, ella no era la líder de su tribu por congelarse del miedo. Lentamente avanzó hacia la niña con el filo de caza listo para actuar ante cualquier injuria, justo como la incitaban las voces de los ancestros, pero, una vez Tabaka escuchó el susurro de la niña, comprendió que solo estaba llamando por su madre en sueños. La hermana mayor regresó a su sitio, conflictuada. No podía asesinar a un ser así, los ancestros se equivocaban. Meditó en silencio y decidió hacer caso omiso de las voces. Molestas, las voces de los ancestros se esfumaron esa noche para no responder jamás. ***** En los días siguientes los gigantes viajaron a través de la nieve junto con Rega, buscando señales de otros nacidos de la niebla, la gente de la niña, pero sin encontrar rastro alguno. Caminaron por semanas entre montañas, planicies y bosques blancos; los ancestros nunca los habían tenido divagando antes por tanto tiempo, ni siquiera cuando los trayectos eran largos y enredados. Parecía como si Tabaka ya no conociera el norte, y ahí fue que los trotamundos dudaron del liderazgo de su guía. Cuando llegaron a un bosque seco donde el viento borraba las huellas en la nieve y sus pasos se repetían hasta el cansancio, Ogu alzó la voz y se detuvo. —Tabaka, ¿por qué los ancestros nos guían sin rumbo? —Su aliento flotó en el aire y desapareció con el viento— ¿Acaso no quieren que encontremos una aldea para ella? —No —interrumpió Coto—. Hay algo que nuestra hermana nos oculta. Los ancestros ya no hablan con ella, se delata en su silencio —El rostro de Tabaka se pintó de un rojo culposo—. Nos castigan por haber acogido y alimentado a ese demonio. Rega, vestida con pieles más grandes que ella, se protegió detrás de la pierna izquierda de Ogu, abrazándose a la única persona que la había tratado con cariño. —No te atrevas… —musitó el segundo hermano con fiereza. —¡Nos condenó con su maldición! —El tercero se acercó de manera amenazante. —No te le acerques —gruñó interponiéndose. —Te está engañando, no es una niña ¡Es un monstruo! La ira llenó las venas de Ogu cuando embistió a su hermano de un golpetazo. El otro se le tiró encima y ambos cayeron al suelo, haciendo temblar el bosque con sus rasguños, puños y patadas. Matama no pudo hacer más que sostener su lanza, azorado de ver a sus dos hermanos mayores violentarse entre sí. La niña se arrastró por la nieve en un intento de alejarse lo suficiente de la pelea; no pudo distinguir a dónde iba y comenzó a zafarse la venda del rostro. Por el rabillo de su ojo, Matama pudo escuchar los pasos pesados de su hermana mayor que corrían a toda velocidad hacia la indefensa figura de la niña. Tabaka la agarró del cuello y la enterró bajo la nieve. En su mano sostenía el brillante filo de cacería. El rostro de la hermana era irreconocible, era inexpresivo con lágrimas corriéndole por los pómulos y una respiración pesada, ajena a su naturaleza calmada. No pareció importarle que su enorme peso agravara el pequeño cuerpo de la niña que luchaba por respirar. El cuchillo tembló en su mano, incapaz de soportar la rabia que lo estremecía. —Tú… —la escuchó decir Matama—, nos lo quitaste todo… debí hacerles caso… lo siento mucho… El cuchillo descendió sobre el cuello de la niña y ¡Crack! El estallido dio paso al fin de las peleas y al murmullo del viento. La nieve debajo de Rega comenzó a perder su blancura con la intromisión de la sangre. Los sollozos de Matama irrumpieron el silencio. El cuerpo de Tabaka yacía sobre la niña. Su mirada perdida se bañaba del líquido que salía del hueco en la parte trasera de su cabeza. —La mataste —se atrevió a decir Coto con incredulidad en sus labios, al ver la lanza rota en las manos de su hermano menor. Los gigantes contemplaron a su hermana perder la vida con cada segundo que pasaba. El llanto por fin escapó de sus corazones cuando descubrieron que habían roto la ley más antigua de todas: Nunca matarás a tu misma sangre. ***** Después de horas y horas de penar por su hermana muerta, los hermanos restantes fueron convencidos por Rega de buscar refugio antes de que el frío de la noche los devorara a ellos también. La pelea no acabó en el corazón de Coto que todavía sentía una maldad viniendo de la niña, pero por respeto a Tabaka no hubo más discusiones ese día. Ahora debían viajar con uno menos. Caminaron hasta que el horizonte se oscureció. Asumiendo el papel del hermano mayor, Ogu adoptó su deber como nuevo líder. Bajo su protección nadie lastimaría a Rega hasta que le encontraran una aldea. Entre las montañas y las piedras frías de la tundra encontraron una cueva donde descansar. En su interior encendieron un fuego que no los calentó, pero les otorgó un atisbo de luz en ese agujero redondo. En su duelo por la muerte de su hermana, los gigantes ahogaron su tristeza con comida, sabiendo que mañana encontrarían algo que cazar. La comida no llenó sus estómagos y el agua no calmó su sed. Por lo que parecieron cinco días, habitaron la cueva con la esperanza de ver reaparecer el sol que nunca volvió a asomarse en el cielo. Incluso el más fuerte y osado entre ellos tuvo miedo de abandonar la fogata que alimentaban con las ramas caídas al exterior de la cueva. La comida escaseó rápido. Los hermanos nunca estuvieron preparados a un hambre insaciable que acabó con todas sus reservas. Hasta los animales parecieron haber desaparecido en la noche incesante, haciendo que las cacerías terminaran incluso antes de haber comenzado. Ni siquiera los frutos de las plantas crecieron para ellos. Y cuando el agua se acabó, tampoco la nieve pudo saciar sus gargantas. Solo pudieron palidecer juntos frente al fuego, aguardando a la muerte o algo más. Poco a poco, enflaquecieron frente a las llamas, aún doliendo la pérdida de Tabaka. Matama no había pronunciado palabra desde el último atardecer. La culpa lo carcomió por dentro y su mirada perdió el brillo juvenil con el que admiraba a sus hermanos. Enfermó de un día para otro, devolviendo todo lo que bajaba por su garganta. Sus hermanos decidieron recostarlo junto al fuego, para que pudiera descansar. Una vez, mientras la niña y Matama dormían, Ogu y Coto se recostaron junto a la espalda del otro, dándose entre ellos un apoyo. —Al final —comentó Coto con los labios rotos y el espíritu rendido—, el odio nos mató, con la demonio o sin ella, nos mató. Ogu estaba demasiado cansado para contestar, simplemente le reconoció a su hermano una mirada de culpa. —Lo sé… También es mía —dejó escapar en un hilillo de voz—. Tengo sed, Ogu… tengo mucha sed… Antes de caer en un profundo sueño, el hermano mayor le quiso responder “lo siento”, pero el cansancio fue más grande y las palabras no salieron. ***** Durmió por lo que parecieron horas, o días, o años. Coto ya no estaba recostado en su hombro, tampoco encontraba a Matama con la mirada, solo reconoció a Rega acurrucada en un extremo de la cueva, cubriéndose el rostro con los brazos. Estaba aterrada. Apartada lo más posible del interior de la cueva, pero incapaz de abandonar la leve flama de la fogata. Antes de preguntarle a la niña qué le sucedía, Ogu captó unos murmullos que venían de las entrañas de la cueva. Sin fuerzas, se levantó y arrastró los pies hasta detenerse en los límites de su visión, donde el fuego ya no iluminaba. Se regresó y tomó la punta desgastada de su lanza para prenderla con las llamas y llevarse parte de la luz consigo. Con cuidado se adentró en la oscuridad de la cueva. Los murmullos se aclararon, eran agudos y cortos, luego comprendió que eran sorbidos. Al frente suyo, yació Coto inerte, con la piel pálida y el pecho abierto a la mitad. Junto a él descubrió a un ser encorvado, chupando un bulto negro y chorreante entre sus dedos, como un bebé besando el pezón de su madre. Sorbía la sangre con un aire descansado, la saboreaba con gusto y se limpiaba los labios con la lengua. Sus ojos no parecieron distinguir el fuego de la lanza, la oscuridad los había consumido y ya no podía ver; estaban marchitos y blancos. —¿Ogu…? —preguntó la criatura, volteando su huesudo cuerpo hacia él y reluciendo la cara manchada de sangre. El mayor se quedó boquiabierto, intentando no entender lo que ahí atestiguaba. —Bebe… —Le ofreció el bulto que aún palpitaba entre sus manos—, quita la sed… y el hambre… come conmigo, hermano… El fuego en la lanza se apagó, cuando enterró la punta en el pecho de la criatura, desparramando un líquido negro que pululó de ambos lados de la herida. Su cuerpo se desplomó en un instante. El bulto se perdió en la oscuridad y el ser quedó sin vida sobre un charco de su propia malicia. Ogu dejó la lanza clavada y se recostó junto a su hermano mutilado. La cara de Coto tenía un aspecto tranquilo y descansado, aunque sus ojos reflejaban el fantasma de una muerte dolorosa. En un abrazo lleno pena y culpa, Ogu reconoció la voz de su hermano hablándole tras la oreja. Es su culpa. Giró hacia la tenue luz de la fogata. Te engañó y también engañó a su aldea. Se separó de su hermano con lentitud y dejó al cuerpo reposado. Los ancestros nos advirtieron. Caminó por la oscuridad hasta regresar al pie de la fogata. No es una niña, es un monstruo. Rega se recostó contra la pared de piedra y se abrazó de rodillas cuando levantó la mirada para ver al gigante que la había salvado. Ella ya no tenía la venda sobre el rostro. Su mirada estaba libre. Mátala. Ogu se paró frente a ella, triplicándola en tamaño. Le pasó un dedo por las heladas mejillas y la levantó del suelo, jalándola de la cabeza. Mientras la miraba fijamente, sus manos comenzaron a apretar. Rega gritó y gimió, pero a él no le importó. Le rasguñó los brazos y le mordió las palmas de las manos, pero a él no le importó. Lo jaloneó y le arrancó pelos de la muñeca y los nudillos, pero a él no le importó. Con cada intento de escape, él apretaba más fuerte. Y no quitó por un segundo la mirada de esos ojos que lo observaban por las grietas de sus dedos. No eran rojos de ira, ni estaban llenos de malicia; estaban sufriendo y eran verdes como las hojas de los árboles antes de la nieve. Mátala. Y por un pequeño soplo nevado del exterior, la fogata se extinguió para que en la oscuridad germinaran los horrores que caminarían este mundo.

  • Brandy

    I Existe un puerto en una bahía donde arriban de 90 a 100 barcos a diario. Los marineros vienen a este bar a pasar el tiempo y a hablar de sus hogares. Yo me encontraba en un rincón, leyendo tranquilamente y escuchando los chistes de un grupo de marinos borrachos en una mesa junto a la mía. Reían con gozo sobre anécdotas de viajes, desventuras amorosas y brutalidades que cometieron en la mar. De trago en trago vaciaron sus vasos de whiskey y su botella de vino. El más joven del grupo (parecía tener 20 años) se volteó y llamó a la mujer que aquí trabaja. —Brandy, tráenos otra ronda. Las delgadas piernas de Brandy avanzaron con gracia hasta la barra. Allí agarró una botella de whiskey, después de que mi tío la anotara en la cuenta. Sonrió con una mirada coqueta a los marineros y se inclinó sobre la mesa. Sus dedos blancos sirvieron el trago con tanto cuidado que no escucharon los vasos llenarse. Estaban atontados, mirándola. El mechón negro sobre su rostro que luego pasó por detrás de su oreja. Sus ojos claros y calmados. Sus labios, rosados y tímidos, descubriendo una sonrisa. Pero ninguno de ellos se percató de la cadena con broche de plata que había escapado de su pecho y ahora reposaba sobre su camisa. —Brandy —empezó a decir el marinero más joven con el pecho inflado—, eres una chica genial ¡Serías una esposa magnífica! Tus ojos son tan hermosos que podrían robar a cualquier marinero de la mar, y creo que me robaron el corazón. Cásate conmigo, y serás la chica más feliz —Ella lo miró sorprendida y su sonrisa se perdió por un segundo. —Esta va a cuenta tuya, guapo —dijo cuando robó la copa del marinero y la vació de un trago. Los borrachos aplaudieron y chiflaron. Brandy dejó la copita frente a él y la volvió a llenar. Él la miró con suspiros largos llenos de alcohol. Volvió a sonreírles de manera delicada y carismática; sirvió para ocultar la sombra pesada que humedecía sus ojos. Luego regresó a la barra y llegó hasta la puerta de atrás. —Voy por el vino de estos muchachos —le dijo con un pesar invisible a mi tío que la miró con pésame. Nunca antes vi las lágrimas latir de un corazón, sino hasta que Brandy se perdió detrás esa puerta… —No debiste haber dicho eso, amigo —le comenté al marinero cuando bajé mi libro. Me miró confundido—. Heriste mucho a Brandy. —Pero ¡qué dices! Si a ella le encantó mi propuesta. ¿Por qué estaría lastimada? —me dijo orgulloso, tomando de su copa. Uno de los otros marineros contestó “¡porque se casará contigo!” y los borrachos estallaron en risotadas. Yo me resigné a cerrar mi libro. Miré a mi tío, quien me juzgaba desde su banco. Farfulló y se volteó a lavar los platos, “¡Bah! Cuenta tu historia, a mí me importa un bledo.” Me acerqué a la mesa y les empecé a contar la tragedia del gran amor de Brandy. II Llegó en un día de verano, cuando el azul del mar se mezclaba con el cielo y el canto de las gaviotas se perdía en el cielo. Yo almorzaba tranquilo junto a la ventana, mientras veía a Brandy yendo de un lado a otro, de mesa en mesa, llevando alegría a los marinos que se disputaban con naipes y dados. De repente, un ventarrón salado proveniente del océano abrió las puertas de un golpe y mandó a volar sombreros y cartas. Yo me abalancé sobre mis libros y notas para que no me las arrebatara el viento. Mi tío tuvo que abrazar las licoreras, la madera era tan vieja que fácilmente pudo haberse quebrado. Los vientos abrieron paso a un hombre grande y tatuado que entró cargando una bolsa gorda al hombro. Era alto y musculoso, con un uniforme azul descolorido; su pelo seco indicaba que había pasado años en la mar, su barba lo confirmaba; sus brazos cubiertos de tinta eran fornidos, capaces de desnucar a cualquier hombre que se le enfrentara, y su mirada era brillante y verde como las algas. Si mis ojos me fallaran, hubiera jurado que era Hércules o Ulises tomando asiento junto al fuego. Nadie dijo palabra o movió músculo alguno, temían enfurecer a este sujeto. Solo Brandy se atrevió a preguntarle qué iba a tomar. Él la miró fijamente y le contestó con una voz imponente y varonil. —Cerveza. Si no hay, vino —dijo, reclinado sobre la mesa. Brandy le llevó una pinta y este la bebió sin derramar ni una sola gota. Su garganta subió y bajó tres veces, antes de que golpeara la mesa con su puño y dejara escapar un suspiro descansado. —¡Ahhhh! ¡Cómo me hacía falta! —exclamó, mientras se recostaba sobre su silla, en una posición más calmada. De su bolsa sacó tres monedas de oro y las dejó sobre la mesa—. Ahora, tráeme una jarra y rellénala cuando se acabe, y no pares sino hasta que me vaya o me canse. Esto lo cubrirá. Brandy recogió las monedas y las miró con interés, nunca habíamos visto algo parecido. —¿Y esto qué es? —preguntó ella. —Esto, mi hermosa dama, es oro perdido de un galeón español, hundido Dios sabrá hace cuánto. Suficiente para pagar mi cuenta dentro de los siguientes dos meses y, si eres buena conmigo, puede que te dé una más de propina —Le guiñó el ojo y Brandy tuvo una reacción que no había visto antes en ella: enmudeció con los cachetes rojos. Con paso cauteloso me le acerqué al marino y le pregunté por el origen de su dinero. Él plantó su codo sobre la mesa y me contó que era un cazador de tesoros, el más grande sobre el océano. La mar lo dirigía a acantilados peligrosos y a barcos sumergidos, infestados de monstruos y riquezas. Lugares prohibidos para los débiles de espíritu y excitantes para los aventureros como él. Cuando se percató de que el resto de los presentes en el bar comenzaban a prestarle atención, él se levantó de su asiento y pisó la mesa con fuerza. Entre sorbo y sorbo, comenzó a relatar su historia. Luego de días travesando las aguas en su barco, la mar lo llevó al pie de un risco donde las flotas descuidadas terminaban estrellándose contra la roca. Los restos se hundían al fondo y los tripulantes eran comidos por enormes serpientes acuáticas. Sin titubear, se zambulló con el cuchillo sujetado por los dientes. Se sumergió con facilidad hasta que avistó el cementerio de galeones pululado por las serpientes dentudas y hambrientas. Lleno de determinación, se enfrentó a seis de esas bestias con su cuchillo. Cortó tripas y carne por igual, pero las serpientes lo superaron y casi terminó despedazado en el estómago de una de ellas; si no fuera por los tatuajes que la misma Circe le dibujó en los brazos y en el pecho, no estaría vivo hoy con tan grande tesoro. Todos escuchamos fascinados. Incluso, cuando el sol bajó por el horizonte, seguíamos atentos al marino con sus historias heroicas. Y nos mantuvo todo el tiempo al borde de nuestro asiento, aun cuando bebía de las jarras de cerveza que le traía Brandy para refrescarse la garganta. Brandy lo veía mientras contaba sus historias, pero no escuchaba nada, solo lo miraba estupefacta, perdida en los movimientos y gestos del marino. Lo veía y escuchaba el océano caer y resurgir, el sonido de las olas chocando y arrastrándose sobre la arena; sintió su furia y su gloria. En su quietud, Brandy descubrió que lo que escuchaba no era el océano, sino su corazón, que palpitaba por él y le decía que lo amaba. La noche siguió con juegos y canciones. En pocas horas, el resto de la clientela se retiró del bar. Yo, por mi lado, me quedé cerca del extraño para saber más de él. Me contó que venía de una isla muy bonita con una ciudad próspera, donde se volvió marino. Yo le comenté que era poeta, que llevaba toda la vida en este puerto ayudando a mi tío con el bar y que nunca había salido de a navegar. Me miró con intriga, me sirvió de su jarra y se bebió el resto. Me dio la bienvenida a su barco; necesitaba a alguien hábil con las palabras para que escribiera sus hazañas y lo inmortalizara en cantos, y yo parecí ser el indicado… Quedé sin palabras. Brandy llegó tan silenciosa como ella sabe hacerlo y rellenó la jarra del marino sin quitarle los ojos de encima. —Ya van ocho jarras —dijo ella con coquetería— ¿Debería traerte más? —No, solo un vaso para ti. Algo que se dice en mis tierras: “Mata el trago con quien lo trajo”. Brandy mostró seguridad en sus gestos, pero detrás de sus ojos vibraba el latido de un corazón nervioso. Mi tío dejó un vaso al frente de ella, mientras reía entre labios. Yo me devolví a mi puesto y los dejé acompañados. Preferí volver a mis lecturas y espiarlos de lejos. Brandy y el marino alzaron sus vasos, chocaron tragos y conversaron hasta que sus pómulos se enrojecieron por el calor que había entre ellos. Era algo bello de presenciar, jamás Brandy fue tan feliz. —Oye, ¿ya tienes dónde pasar esta noche? —le preguntó esperanzada cuando se acabaron la cerveza. —No, ¿Por qué lo preguntas? —respondió él apoyándose sobre la mesa. Brandy tragó saliva. —Me preguntaba si me podrías acompañar a mi casa, tengo una habitación de sobra. Brandy juntó su delicada mano con el enorme puño del marino y entrecruzó sus dedos con los de él. Este la miró con sorpresa y le regaló una sonrisa coqueta, luego retiró su mano de la de ella. —Muchas gracias, pero yo ya tengo un cuarto muy cómodo dentro de mi barco. Además, ninguna cama supera al suave arrullo de las olas —El marino tomó aire, e infló su pecho—. Brandy, eres una chica genial. ¡Serías una esposa magnífica! Pero mi amada, mi amor y mi amante es la mar. El rostro de Brandy perdió su brillo con cada palabra que comprendía. El marino agarró su maleta con la intención de irse, pero antes de salir por la puerta le dedicó un guiño y buscó dentro de su bolsa. Sacó una cadena de plata y se la lanzó a Brandy que la tomó entre sus manos y la examinó más de cerca. —¡Tu propina! —exclamó el marino— para la mejor camarera y compañía. Entonces, salió por la puerta. Afuera del bar logré escuchar un “Te espero mañana temprano, poeta”. La noche terminó con Brandy, atesorando su regalo, y conmigo, dichoso por mi nuevo trabajo. Viajé en su barco por casi seis meses. Vi a los grandes pulpos que habitan bajo las tormentas y que rompen los barcos a la mitad; a los gigantes que caminan entre arrecifes con ballenas a sus espaldas; a las brujas aladas que engañan a los viajeros con su belleza, y muchas otras criaturas que el marino enfrentó en su búsqueda de tesoro. Cada vez que regresábamos al puerto, íbamos al bar. Mientras yo escribía sus historias y hablaba de sus hazañas, él buscaba a Brandy y charlaba con ella. Siempre los veía hablando como si fueran viejos amigos. Cuando se celebró el aniversario del bar, hicimos una enorme celebración, con bebida, bailes y música. Los marineros más recurrentes invitaron a Brandy a bailar, pero ella los rechazó a todos; esperó a que él la sacara a la pista de baile. Cuando finalmente lo hizo, no se separaron durante todo el festejo. Danzaron hasta que nadie más quedó en pie para seguirles el paso. Esa noche, el marino aceptó la oferta de Brandy y se quedó a dormir en el puerto. Pasaron su primera noche juntos, después de casi nueve meses de conocerse, al fin alimentando el fuego que había entre los dos. Brandy luego me compartió que jamás se había sentido tan satisfecha y feliz como en la mañana que despertó junto a él, abrazando sus espalda y besando sus tatuajes en una cálida seguridad. No salimos de la bahía por quince días. Brandy y el marino se amaron día y noche, mientras que yo escribía y cantaba las historias de nuestros viajes una y otra, y otra vez. Un día, el marino me encargó la misión de alistar el barco para partir. Mi emoción por la aventura me levantó al instante, aunque mi curiosidad fue más grande y pregunté el porqué. Me reveló que la noche anterior, cuando compartía el lecho con Brandy y el sonido del viento contra las olas los arrullaba, ella lo miró fijamente y le dijo: “te amo”. Él le acarició el rostro y susurró tiernamente: “y yo a ti”. Luego, le pidió a Brandy que se levantara, en lo que él buscaba algo en su bolsa de tesoros. Se arrodilló ante ella y le entregó una caja tan pequeña que cabía en su mano. —Brandy, eres una chica genial —le confesó—. ¡Serías una esposa magnífica! Y ahora, mi amor, mi amada y mi amante, eres tú. Cásate conmigo y hazme el hombre más feliz sobre la tierra. Adentro de la caja, brilló un broche de plata tan reluciente como una perla. Brandy lo tomó en sus manos y descubrió la pequeña apertura en el broche. En su interior estaban los nombres de los dos tallados finamente y entrelazados por un corazón. Ella le saltó encima, y entre besos le susurró: “Sí”. Me faltó el aire, no podía creer que Brandy por fin se fuera a casar. El marino llevaba consigo una mirada orgullosa, y sí que debió estarlo. —Partiremos en busca del tesoro perdido de la Atlántida, y con él pagaremos la boda más grande que se haya viste en esta bahía. Se lo prometí a mi futura esposa. Y con una palmada en el hombro, me empujó al barco. Casi al instante, subimos el ancla, desamarramos el barco del puerto e izamos las velas. El marino se montó en la popa del barco y le lanzó besos a la hermosa chica que agitaba un pañuelo sobre su cabeza. Por días viajamos buscando el punto exacto donde se hundió la Atlántida. Por fin encontramos el lugar, ubicado bajo la estrella central del Cinturón de Orión. El marino se sumergió y sacó cuanto oro y joyas encontró en el fondo. Para el atardecer estábamos a un cofre más de hundirnos con todas nuestras riquezas. Una vez subió a bordo, partimos sin demora. Los vientos soplaron a nuestro favor y nos impulsaron a través de las aguas con la misma velocidad que un halcón embiste a su presa. Sabíamos que seriamos los hombres más ricos al desembarcar y aullamos victoriosos a los cielos por eso, ignorando la catastrófica tormenta que enfrentaríamos esa noche. La marea se tornó en nuestra contra. Las nubes negras taparon las estrellas y no hubo forma de guiarnos con su luz. Las gotas golpearon tan fuerte como navajas y cortaron huecos en la vela. Los rayos cayeron repetidamente y explotaron contra las aguas, provocando olas tan gigantescas que hasta vi ballenas siendo remolcadas por la corriente. Me pregunté a qué dios habríamos ofendido para habernos tirado tal tempestad. No obstante, el marino mantuvo el barco a flote: rompió olas con el frente del barco, atrapó rayos con su pecho desnudo y timoneó como un demonio con solo el rumbo de sus recuerdos. Incluso me protegió de las gotas cortantes, poniéndome detrás de él. Sin él, nunca hubiera llegado con vida al amanecer, cuando encontramos el ojo de la tormenta. Revisó que yo aún respirara y luego se aseguró de que el tesoro estuviera intacto, pero una buena porción se había perdido en la tormenta. Caímos desplomados sobre la cubierta, incapaces de mover nuestros exhaustos cuerpos. Pude respirar aliviado y agradecer al marino por todo. Adentro del ojo, donde la tormenta no llega, vi el cielo más azul de todos. No volví a tener tanta calma y silencio en altamar. Entonces, percibí un movimiento proviniendo de la marea. Una corriente se arrastró por el costado del barco hasta subir a bordo. Se detuvo de momento, cuando llegó al centro del barco, y el agua comenzó a escalar sobre sí misma, enderezándose en la forma de una mujer. Era hermosa, imponente, de pelo blanco y revoltoso como la espuma. Traía un vestido fino que ondulaba con la brisa más mínima y tan azul que parecía las profundidades mismas. Sus dedos goteaban cada tanto, porque siempre estaban mojados. Y su mirada no se movió del marino. Caminó grácilmente hasta él, dejando un rastro húmedo a su pasó. Lo ayudó a levantarse, pero el marino, derrotado, cayó de rodillas. Había agotado todas sus fuerzas luchando contra la tormenta. La mujer tomó su cabeza barbada entre sus manos y lo consintió con ternura. Se agachó y con una voz tranquila como un arroyo le dijo: —Me perteneces. Vuelve a casa, mi amor. Traté de moverme, pero mis músculos estaban anclados al suelo por el cansancio. Solo pude testiguar cuando el marinero alzó la mirada y la dama de azul lo besó en los labios. Lentamente, fue rodeado por los brazos de ella que lo abrazaron con fuerza. Él le contestó con el mismo gesto y, en un parpadeo, desaparecieron de la cubierta. Escuché un gran chapuzón y reuní mi voluntad para arrastrarme al borde del barco, solo para ver al marino, mi amigo, hundirse en la turbulenta mar. La tormenta se disipó al poco tiempo. Yo regresé el siguiente día al puerto, enfermo e insolado, con menos de la mitad de las riquezas encontradas. Le conté a mi tío y a Brandy que el amor de la vida de ella nunca volvería, porque fue reclamado por la mar. III El más joven tenía cara de culpa, no esperaba tal historia. Mi tío refunfuñó y me dirigió una seña de desaprobación. —¡Cuenta las cosas como son! —dijo— Ese sujeto ya estaba casado con otra, y regresó con su esposa e hijo después de jugar con el corazón de Brandy. ¡Todo el mundo lo sabe! —se volteó y comenzó a ordenar los vasos limpios de la barra— “Fue reclamado por la mar”. ¡Ba! ¡Poeta tenías que ser! No haces más que contar mentiras. El bar se inundó de una tensión silenciosa. Yo me ahogaba en rabia, pero decidí no contestarle a mi tío. Los borrachos nos observaron confundidos y no se atrevieron a separar sus labios de los vasos. Brandy entró por la puerta de la bodega con una botella de vino sin abrir. Los ojos los tenía rojos y con el maquillaje retocado. Les sirvió el vino y ellos se lo agradecieron. La noche transcurrió de manera rápida. El más joven se disculpó con Brandy antes de irse, y ella le sonrió con sinceridad. Cuando cerramos el bar, mi tío me ordenó que acompañara a Brandy a su casa. Ella trató de disuadirlo, pero yo insistí. Brandy terminó aceptando. Creo que en su interior sabía que le hacía falta la compañía. Caminamos por la arena con las olas tranquilas de un lado y con el pueblo silencioso del otro. Hablamos poco en el trayecto a su casa. Me preguntó por mis nuevos escritos y le contesté que no había progreso, los relatos de marineros ya no cautivaban a tantos. Le pregunté por sus vida personal y me dijo que no había cambios, seguía viviendo igual y en el puerto no había nadie especial. —Este marinero, el que se te propuso borracho, parece buen muchacho. Algo tonto, pero no es malo. —Sí… —respondió meditabunda, entonces respiró hondo y continuó—, pero ya estoy comprometida. Tragué saliva y me arrepentí de mis palabras. No dijimos más, mientras seguíamos caminando por la arena. Llegando a unos metros de la casa de Brandy, estaba preparado para disculparme con ella, pero las olas se silenciaron de repente. Las aguas estaban tranquilas. Brandy se detuvo en su puesto y se volteó a observar el horizonte. Con una mano acarició el broche sobre su pecho y lo encerró suavemente entre sus dedos. Con l a otra abrazó su vientre, rememorando las noches de amor y cariño. Sin quitar los ojos del horizonte, soltó las palabras que le salieron del pecho: “Te amo”. Una brisa suave le acarició el rostro con la ternura de un lejano amante. ilustraciones por Camila Andrea Castro.

  • Una navidad sin papás

    En esa fría víspera de Noche Buena, Felipe Villanueva sacó a cenar a su hermanito a un restaurante cerca del barrio, ya que no había nadie en casa que les cocinara esa noche. —¿Pipe...? —preguntó Santiaguito, su hermanito, sin mucho apetito frente al plato de papas y hamburguesa— ¿Es verdad que Papá Noel son mis papás? —¿Por qué… eh… lo dices? —dijo, temiendo la inevitable pregunta. —Es que… si mis papás eran Papá Noel, no tendremos regalos de Navidad, ¿verdad? Porque no regresan de ese estúpido viaje. Felipe se pasó las manos por el rostro. ¿Qué le diría a su hermanito para no lastimarlo? Sabría la verdad tarde o temprano, pero todavía no quería lastimarlo. Había mentiras que eran buenas para los niños. Mentiras que los mantenían niños, pues afrontar la verdad es entrar al mundo adulto sin inocencia y sin magia. Felipe todavía no quería robarle la inocencia y la magia a su hermanito. No hoy. No en Navidad. —Oye, ¿le dejaste la carta a Papá Noel con tu deseo en el árbol, cierto? —preguntó para captar la atención de Santiaguito y distraerlo de lo que sea que estuviera pensando. Este le asintió sin quitar la vista de la hamburguesa que se enfriaba. —¿Y viste cuándo se la llevó? —Se chupó los dedos y encontró el sabor dulce de las migajas entre las uñas. —No lo vi, pero la carta ya no estaba. —Entonces te traerá tu regalo. Papá… Papá Noel siempre lo hace —afirmó Felipe con la mente alejada del hambre—. ¿Por qué no comes? Dale que se enfría. —Es que… no tengo hambre. Los dos hermanos se quedaron en silencio por un momento, dejando que el ruido del asador y los villancicos de la radio se comieran la conversación. —¿Pipe...? —rompió Santiaguito el silencio— ¿Sí crees que Papá Noel me dará la pista de carros eléctricos? —Claro que sí. ¡Es Papá Noél! El gordo ese puede construir lo que sea con sus duendes. Son como… como… super buenos con esas cosas. —La película que vimos decía que eran elfos y no duendes. —Mmh… yo creo que en verdad son duendes, como los que se esconden en el campo. Los gringos de Hollywood no saben nada. —Tienes razón, Pipe —rio Santiaguito, quien luego observó su plato con nuevos ojos y alegre espíritu. Le dio varios mordiscos grandes a su hamburguesa y comenzó a embutirse de a tres y cuatro papas en la boca— ¿Pipe, no vas a comer nada? —¡Nah…! Ya comí algo antes. No tengo hambre, no te preocupes —le guiñó, sabiendo que no podría pagar otro plato. El dinero que le quedaba lo había gastado en otra cosa más importante y ahora más que antes debía manejar los recursos. Por su lado, Santiaguito ya había empezado a reconocer algunos de los gestos de cuando su hermano mayor mentía, tendía a bajar mucho las cejas. Se compadeció de él y le partió la mitad de su hamburguesa, otorgándole el pedazo a pesar de los rechazos. Felipe la terminó aceptando. —Es que te quería quitar la cara de tonto que estabas haciendo —rio el hermanito con fuerza, sin escuchar la carcajada grosera de su hermano mayor. Cuando llegaron más tarde a casa, Santiaguito entró de primero a la sala decorada con adornos y se maravilló de la escena ante sus ojos. La leche y galletas que habían dejado sobre el mesón junto al árbol ya no estaban. La leche estaba bebida y el mesón yacía cubierto de migajas dulces, pero sin rastro de las galletas a las que pertenecían. —¡Sí vino! ¡Papá Noel llegó! —gritó alegre, pero su sorpresa de Navidad no terminó ahí. Santiaguito corrió directo hacia el árbol y rio emocionadamente por lo que encontró ahí abajo: un regalo grande, envuelto en un papel verde y azul. Lo más particular era la etiqueta. Para: Santiago V. De: … —¡De Papá Noel! —Fue tanto el escándalo que hubiera despertado a los vecinos, si ellos no estuvieran en sus propias celebraciones decembrinas. Santiaguito recibiría un regaño y un coscorrón por ruidoso en cualquier otra situación, pero no en está; en esta Felipe lo dejó ser un niño alegre en Navidad. Tal vez la última en mucho tiempo. Los retazos del papel de regalo fueron desgarrados con un gusto festivo y volaron por la habitación. Al final, Santiaguito obtuvo la pista de carros eléctricos que había querido y le pidió a su hermano que la armaran juntos; siendo sincero, a esos ojos centelleantes de su hermanito Felipe no pudo decirles que no. El olor a plástico nuevo les trajo nuevas energías, con las que compitieron casi toda la noche, carrera tras carrera, cambiando de carros y rearmando la pista en nuevas formas, y estuvieron contentos, mientras los carritos zumbaban de un lado al otro. El espíritu de una Navidad feliz se mantuvo, hasta que Felipe reconoció un cambio abrupto en el ánimo de su hermanito. Para entonces, el olor a plástico ya se había desvanecido y los carritos dejaron de zumbar. —Oye, ¿qué pasa? —Es que… —balbuceó Santiaguito, encontrando difíciles las palabras—. Creo que me hubiera gustado pedir otro regalo… —¿No te gustaron los carritos? —preguntó Felipe, cuestionándose qué pudo haber salido mal. —Sí me gustaron… solo es que… es que… —¿Es que qué, Santi? Santiaguito no respondió. Se quedó callado. Hundiéndose en sus propias rodillas. —¿Cuándo volverán mis papás? —Ellos… —titubeó su hermano mayor, tragando saliva. Sabía que en algún momento tendría que decirle la verdad de todo, del viaje, de la llamada, de sus padres, pero todavía no quería robarle la inocencia y la magia a su hermanito. No hoy. No en Navidad—. Ellos me dijeron que volverán pronto. Santiaguito no respondió de inmediato. Metió la cabeza entre sus brazos y comenzó a llorar cuando se percató de que Felipe luchaba por no bajar las cejas. —Hey, hey —lo consoló su hermano mayor. Lo arropó entre sus brazos, dando el tacto de ese alguien único que realmente lo entendía—. Lo importante es que estamos juntos ¿Vale? Estamos juntos y yo nunca… yo nunca te dejaré, Santi. Tranquilo, tranquilo…— dijo, quebrándole la voz. —¡Q-q-quiero a mis papááás…! —lloró, gimiendo, doliendo. —Lo sé. —¡Los extraño…! —Yo también… Los dos hermanos duraron un largo tiempo aferrados el uno al otro. Por un doloroso momento, sus corazones se descargaron de todo. Luego, llegó un nuevo silencio, donde el apartamento en el que estaban se sintió demasiado grande. —Pipe… —rompió Santiaguito el silencio, ojos hinchados, nariz mocosa—, ¿eres tú Papá Noel? Felipe tomó un largo suspiro. Su hermanito no era tonto y él estaba cansado, muy cansado, pero con las cejas levantadas. —Creo que ya no te estoy haciendo bien con no decirte. Sí. Sí lo soy —respondió y en los ojos de su hermanito entendió el peso de lo que eso significaba y la infancia que se desvanecía. —Pipe… —Dime, Santi. —Gracias… gracias por ser mi hermano. —Gracias por ser el mío —respondió con el abrazo más cálido, fuerte y familiar que pudo haber dado.

  • Enloquecer o morir

    Es impresionante lo frágil que es la mente humana. En el 2018, observé un mini documental de un científico que puso a prueba su propia mente al recrear lo que las cárceles implementaban como castigo, algo conocido como “intenso aislamiento”. Por 3 días estuvo bajo reclusión autoimpuesta en una habitación sin más compañía que paredes acolchadas y luz eléctrica constante (incluso en horas de la noche). El primer día intentó combatir el aburrimiento extremo con ejercicios mentales y físicos. Al comenzar el segundo día, perdió la noción del tiempo, convencido de que estaba al final del último día del experimento. Al tercer día sufrió alucinaciones, ya que no logró diferenciar entre realidad y sueño. Cuando finalmente terminó el experimento, recobró su mente por completo después de unas horas de ser liberado. En caso de que hubiera estado si quiera un día más, su cerebro habría sufrido daños irreparables y seguramente habría caído en la demencia. He de admitir que ese documental me abrió los ojos: en 3 días de aislamiento una persona puede quebrarse. Y me pregunto, ¿cuándo nos pasará a nosotros? ¿Cuándo será el día en que enloqueceremos? Mientras siento las paredes crujir a mi alrededor, el techo estrecharse bajo mi cabeza y los días convertirse en un fantasma de los anteriores, no niego pensar en lo que sucede afuera: El caos reina, el futuro es incierto, y los gobiernos se ven impotentes al escoger ética sobre la economía, todo por un ente imprevisible que ha doblegado a la humanidad. En este año descubrimos nuestra falta de control sobre el mundo. Al fin vemos los hilos oscuros y viscosos que tejen nuestro planeta. En un mundo así, H.P. Lovecraft cobra mucho más sentido. Sus cuentos recorren mi mente como pesadillas de la infancia que no me atrevo a conjurar si quiera, por temor a liberarlos, pero las cadenas se tensan chirriantes cuando los monstruos golpean a la puerta. Seres inconmensurables de extrema maldad, que habitan en lo más profundo de la tierra bajo techos de culturas arcaicas y olvidadas, que invaden los sueños dando un atisbo del verdadero abismo para que suframos mientras ellos perduran. Yo atravesé el primer velo cuando osé leer Más allá del muro del sueño y desde entonces no he parado de hundirme en sus descripciones y sueños macabros, en su aproximación novedosa a las entrañas del espíritu humano y, más que nada, en su inequívoca visión del horror. Si los personajes deciden ahondar en lo oscuro, se verán enfrentadas con males antiguos, verdades prohibidas y horrores indescriptibles. El destino de los que hurgan el abismo solo tiene dos caminos: Tener su salud mental reducida a una burbuja de cristal, lentamente fragmentada por el peso de su propia consciencia; o morir por no soportar su propia existencia. Más allá del muro del sueño no es un caso distinto. Cuando me adentré en él no fue como si tomara un vaso de petróleo, ni un brebaje de sombras, para que los dioses antiguos me envenenaran con su presencia; no, en cambio, fue como beber una poción de luz que disipó el velo de los sueños y los secretos que allí se ocultan. Me adentré en la mente de un psicólogo racista, arrogante y con la creencia de que él podía decidir qué personas eran menos que humanas por el lugar de dónde venían; y fue con este desagradable individuo con quién descubrí el caso que casi lo enloqueció. El caso de un montañero sureño, con raciocinio limitado, que sufría ataques de personalidad violentos, pero que le sumaban una indescriptible inteligencia. Cuando el psicólogo finalmente se adentró en la mente de este individuo, tomando la herramienta freudiana de los sueños para adentrarse en el subconsciente, la voz que allí encontró no fue la de un hombre mortal. Era la de un ser, venido de ciudades de luminosas más allá de la barrera de la realidad, que se había librado de su prisión. El sureño y el psicólogo eran celdas de carne para los seres luminosos que habían sido aprisionados en contra de su voluntad. La humanidad no era más que una cárcel. Cuando la arrogancia del racismo y la ciencia se vio enfrentada con un ser verdaderamente superior, fue cuando la semilla de la duda se plantó en mi mente y creció como una maraña de espinas por todo mi cerebro. ¿Y si la verdadera vida en el universo, sus guerras y dilemas estaban lejos de nuestra comprensión? Mi orgullo humano, mis sentimientos y mi mera existencia se redujeron a algo tan hermosamente escalofriante como los barrotes de una linterna. Fue esto lo que me estremeció y la razón por la que ya no puedo mirar al cielo nocturno de la misma manera. En el corazón de sus cuentos, Lovecraft descubre una terrible verdad: Al vernos enfrentados con nuestra insignificancia, con nuestra impotencia, debemos decidir si enloquecer o morir. “Enloquecer o morir”. ¿Cuál será el peor final? ¿Moriremos como individuos o enloqueceremos como sociedad? Lo único que sé es que la puerta ha sido abierta, los cadenas se han roto y las pesadillas… Las pesadillas andan sueltas.

  • Un frío en el pecho

    Las luces del piso la cegaban. Antonia no sabía a dónde corría, pero sus piernas sabían que tenían que huir. Demasiada luz convirtió las calles en un extenso pasillo blanco. Sus ojos intentaron atravesar el brillo, sin encontrar al ser que la acechaba, solo sintió el frío que le quemaba el pecho. Mientras se acomodaba en un banco, Arturo se preguntaba qué idiota habría tirado un cuento a mitad del parque. Volvió a pasear la mirada sobre el papel debajo de una lámpara de calle. De un momento a otro, los pasos cesaron. Antonia cayó sobre sus rodillas, jadeando y sudando. Bocanadas de aire llenaron el hueco que se alojó en sus pulmones. Un extraño peso le fastidió el pantalón, una molestia que antes no existía. Sacó de su bolsillo un bulto arrugado que sus dedos abrieron con cuidado. Apenas reconoció lo que veía, empalideció. Desinteresado por un momento, levantó la mirada para buscar entre la oscuridad. Esperaba ver a su amigo aparecer entre la noche y concretar la reunión que habían planeado. La noche crecía con cada minuto y, con las manos resguardando sus bolsillos y su billetera, sacó el celular y miró la hora: era tarde. Le mandó un mensaje a su amigo y desahogó su interés volviendo al papel. El interior negro resaltó entre la blancura cegadora. Las bocanadas de aire se perdían dentro de su pecho. Como polillas bajo la luna, sus ojos fueron atraídos por el contenido del bulto, y su respiración se cortaba más y más por ello. Punzante, un fuego helado subió por su esófago y asesinó todas las demás sensaciones. El mundo se tornó rojo, como la sangre que tosía cada vez que buscaba aire. Las manchas de su boca se tornaron oscuras apenas tocaron el bulto desarrugado. Antonia rogó para que acabara su sufrimiento; sus dedos fallaron en soltar el maldito objeto. En un ataque de dolor, arqueó la espalda y sus entrañas vibraron cuando expulsaron su interior en un chorro de… Arturo quitó la mirada del texto, evitando que su estómago regurgitara su almuerzo del asco. Su amigo aún no había llegado. El sereno comenzó a molestarlo, se abrigó y descubrió que detrás del texto había una segunda página. Titubeó por un momento, hasta que una nefasta morbosidad lo llevó a revisarlo. Debajo de la luz de una lámpara, esperó en vano la llegada de un compañero que no aparecería en ningún momento. Con lentitud su asco se transformó en confusión, mientras leía las hojas que tenía en sus manos; un texto narraba todo lo que él hacía. Arturo se sobresaltó y se frotó los ojos. Leyó atónito las descripciones exactas sobre el papel. Deseó deshacerse de él, soltarlo y salir corriendo. Sin embargo, la idea de dejar su único campo de luz lo hizo temblar y cuestionar su seguridad. Sus dedos se aferraron al papel y la tinta ancló sus ojos a la hoja. Exhaló pesadamente, mientras un sudor tibio bajaba por su frente, contrariando al frío que se expandía por su cuerpo con cada segundo que leía. “No es posible” se dijo a sí mismo, y el papel respondió que sí lo era. En un arrebato arrugó el papel entre sus manos, pero no sin antes observar el “de manera inútil” que se dibujó en la página. Antes de lanzar el maldito papel, creyó escuchar crujidos en alguna parte del parque, así que se detuvo un segundo, presintiendo que algo lo observaba fuera de su campo de luz. Con el papel encerrado entre sus dedos titubeó lo que iba a hacer, preocupado por lo que se escondía de él, hasta que desenvolvió la página en busca de respuestas. Tomó pasos lentos para que no se escuchara el pasto romperse bajo sus andrajosos zapatos, mientras se acercaba al joven distraído en el parque. Sacó la navaja oxidada, que le había arrebatado a otro sucio adicto hace unas noches, y se preparó para encajarla en la espalda de aquel sujeto sentado bajo la luz de la lámpara. Sin titubear Alejandro sacó el contenido de sus bolsillos y abandonó su banco, huyendo despavorido de aquella figura entre las sombras. Jadeó con el pecho ardiendo mientras atravesaba calles y charcos bajo las lámparas de calle. Los pies se le durmieron de tanto correr. Las lámparas brillaron más con cada paso; de las entradas de las alcantarillas se desprendió una luz cegadora qué ocultó el asfalto de la calle. Exhausto y resoplando por ayuda, falló en percatarse del momento en que su alrededor se tornó incoloro. Tanta blancura fastidió a sus ojos, que solo pudieron descifrar las huellas que dejaba y una mancha negra acostada a varios metros. Continuó hacia ella guiado por lo poco que captaban sus sentidos. Cuando decidió parar y retomar el aliento, descubrió un círculo profundamente negro que rodeaba el cuerpo inerte de una mujer. Yacía boca abajo. Una morbosa curiosidad tomó control de él, se acercó hasta que al fin la reconoció. Antonia estaba muerta a sus pies. Toda su atención giró en ese momento en torno al molesto bulto que había aparecido en su bolsillo. Sus miembros, frígidos como el hielo, no le respondieron. No quiso sacarlo ni abrirlo, temiendo lo que pasaría si lo hacía; mas sus dedos, obedeciendo otra voluntad, buscaron con lentitud el bulto que había aparecido de la nada y lo abrieron sin prisa, revelando el interior cambiado. Contempló el nuevo texto que describía a su mano izquierda separándose del papel y abriéndose como una garra. Trató de gritar y liberar la angustia de su interior, pero el aire se transformó en un ronquido de tormento. Como navajas recién afiladas, las uñas se enterraron en su carne y por su barriga chorreó sangre. El dolor fue tanto que lo obligó a encorvarse en su sitio, haciendo que el líquido de la herida cayera sobre sus rodillas. La mano derecha extendió la página bajo su abdomen, cerciorándose de que cada gota se estrellara sobre el papel. Por más que tratara, sus ojos no se despegaban de las malditas letras que absorbían la sangre. Su corazón fue extirpado, aún palpitante, del vacío frío de su pecho. Arrebatado de sus últimas fuerzas, Arturo se estrelló contra el suelo; todavía consciente por medios que no comprendía. La garra alzó el corazón sobre el papel, y lo exprimió hasta volverlo una manzana reseca. Los chorros de tinta serpentearon sobre el suelo hacia el blanco de la página, alimentándola con palabras negras. Arturo murió seco, sobre un charco de tinta, con las manos vacías y unas palabras impresas en el brillo esfumado de sus ojos… Y tú, ¿no sientes un frío en tu pecho?

  • Media Luna de miel

    El calor había durado días, era abrasante bajo el sol y cálido al anochecer. Un fenómeno que le encantaba de la playa. Santiago se aireó las axilas con un abanico turístico, recibiendo también brisa en su rostro. Aún no había probado el blanco coctel que lucía una sombrillita de papel, así que estiró el brazo hacia la silla contigua y se acercó la bebida para sorber del segundo pitillo. Cremoso y helado se deslizó el blanco alcohol por su garganta. Se sintió tan bien que respiró fuertemente y exhaló descansado. Otro de los encantos de la playa. Devolvió el coco decapitado a su puesto y acercó el primer pitillo a los labios rosados de su correspondiente. Le acarició la frente y recogió su liso pelo detrás de la oreja. La frente bronceada de ella reflejaba los brillos del sol; permanecía tiesa e inmóvil. En su tranquilidad la brillosa frente fue estrujada por los labios húmedos de Santiago. Ella ya no lo miraba cuando la besaba; aprendió a quedarse quieta y a siempre descansar posando su mejor lado. —Estoy disfrutando mucho la playa hoy —exclamó él con complacencia cuando se acomodó en su silla. Ella no pareció responderle, solo respiraba de forma automática. Volteó a mirarla y recordó la primera vez que conoció esos cristalinos ojos, marrones como los caramelos de miel. Sus senos eran redondos y firmes, no eran voluptuosos como las barbaridades sintéticas que Santiago se acostumbró a construir en sus pacientes. Muchas veces había considerado la idea de entrometer su mano y su bisturí para acrecentar la forma y el tamaño de esos bultos echados, pero no se atrevía a mancillar lo que la naturaleza había logrado concebir a la perfección. Con su atención atrapada en su encanto, Santiago volvió a tomar el coco y llenó sus cachetes hasta inflarlos como un pez globo. Juntó sus labios con los de ella y escupió el líquido al interior de su boca. Parte del coctel que no fue derramado, logró intoxicarle la garganta y la lengua, haciéndola toser. —Tranquila, Marta, yo te hidrato. No queremos que el sol y el calor te enfermen, ¿verdad? —Ella respondió con pequeños espasmos y una respiración cortada. Santiago secó su boca primero y luego, con una de las toallas en los asientos, le limpió los labios y la barbilla, ya que ella no podía por sí sola. Sus manos ya no funcionaban, los brazos tampoco; solo tenía unos muñones que se movían inútilmente de un lado a otro. Santiago detuvo uno y lo miró con cuidado: no tenían cicatriz, ni marcas de la operación; la cirugía fue perfecta, digna obra de su trabajo. —¿No extrañas tus brazos, verdad, amor? —le preguntó con la mirada fija en sus ojos de caramelo. Marta logró ocultar la tristeza en su interior, hundida como un hueco en su pecho. Le dedicó una mirada muerta a Santiago y luego volvió a posar su lado más bello. Santiago tocó la punta de los bracitos con sus labios, dándole besos hasta los hombros, pasando por los pechos y terminando en la barriga grande e hinchada de Marta. Se recostó sobre el ombligo salido y quiso escuchar su interior; de un momento a otro, la suave piel de la barriga tocó su rostro y lo empujó. —¡Marta, sentí una patadita! —gritó emocionado, mientras ella trataba de desaparecer en sus pensamientos— Esto amerita una foto. Sacó la cámara y se acomodó a su lado, sonriendo como un esposo feliz; ella, como la protagonista de la portada de una revista o de un catálogo de carnes. Santiago exclamó “¡güisqui”” y tomó una foto de los tres: mamá, papá y bebé. La foto le encantó tanto a Santiago, que no pudo evitar derramar una lágrima de felicidad. Como un gesto cariñoso, pasó su reseca mano por los muslos de Marta hasta las rodillas, donde acababan las piernas en otros muñones perfectamente operados. Entonces, se le ocurrió una idea. —Mi amor, ¿no te gustaría que te tomara una foto con tu nueva pedicura? Yo sé que sí. De una hielera no muy lejana Santiago sacó dos pies helados y amputados que flotaban sobre hielo derretido. Los labios le temblaron a Marta y el corazón se le agitaba, cuando le pusieron un pie en cada hombro, para que se pudieran apreciar las uñas bien pintadas y decoradas con florecitas. —¡Güisqui! —volvió a exclamar Santiago con el click de la cámara— ¡Quedaste hermosa! Está para que salga del mes de julio de nuestro calendario. Otra idea llegó volando a la perturbada mente de Santiago. —Marta, deberíamos tomar las fotos de cada mes ya. Aprovechemos que estamos aquí. Santiago tomó fotos sin parar. Marta se retorció, gimiendo y respirando pesadamente. La gran montaña que era su barriga se mecía de un lado a otro como una pelota pesada de yoga. El candente vestido de baño se humedeció y la tanga se empapó de una sustancia vaginal. —Así, así. Eres muy sexy. La cámara te excita, es tu amante, es tu espía ¡Grrr! —gruñó él, imitando los sonidos de un tigre. Las fotos siguieron. Rostro delicado. Senos firmes. Pezones duros. Figura delgada. Brazos cortos. Piernas lisas. Rodillas redondas. Genitales mojados. Todo paró cuando Marta soltó un grito de dolor. Entonces, dejando la cámara a un lado y recobrando su mentalidad de doctor, Santiago analizó con más detenimiento los síntomas de ella. No estaba en un lugar indicado para esa tarea, justo tenía que suceder en su día de vacaciones. Agarró la maleta que descansaba detrás de la hielera y sacó sus herramientas, mientras se cubría las manos con guantes de caucho. —Tranquila, mi amor, el doctor está en la sala. Manoseándola e invadiendo su intimad, Santiago no pudo parar de pensar en que su luna de miel se convertiría en unas vacaciones familiares. ¡Qué maravillosa es la playa!

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