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El carro amarillo

Franco, el taxista, golpeteó contra el timón sin contener sus nervios. Vio el semáforo rojo como una señal. Era tarde, casi de madrugada en una zona apartada de los restaurantes, bares y discotecas de la vida nocturna de Bogotá y el semáforo no cambiaba. ¡Al carajo!

Lo estuvo pensando todo el trayecto desde que lo recogió al frente de un bar exclusivo. Era un hombre moreno con una chaqueta impecablemente blanca y una nariz empolvada por el mismo color. Lo primero que Franco notó fue el tufo tan hijueputa a licor y a marihuana que apestó su carro. Dios sabrá cuántas cosas se chupó ese tipo para quedar noqueado apenas sintió el cuero del asiento. Lo segundo que notó fue el fajo de billetes obscenamente gordo que el moreno se guardó dentro del bolsillo interior de su chaqueta, como si no le importara que lo viera.


Con más de 15 años como taxista, era normal que recogiera a todo tipo de personas, algunas calientes, otras tristes, incluso a unos que se guardaban el secreto de lo que traían en las maletas bajo el brazo. Sus favoritos siempre fueron los borrachos. Le encantaba escuchar las incoherencias que le decían, porque después de varias copas las barreras sociales se caen y la gente tiende a contar los problemas que les corren por la cabeza, así que, por un rato, Franco se divertía jugando a ser el psicólogo. Al menos por una noche.

Pero este borracho fue distinto. No pudo mantener una conversación con Franco. Él le preguntó por la fiesta y por una emisora de preferencia, pero apenas sí pudo balbucear una respuesta y después de mucho esfuerzo pudo escupir la dirección de su hogar. Un barrio apartado de gente con plata tan al Norte, pensó Franco, ese que rozaba con los cementerios a las afueras de la ciudad. El moreno confirmó con un trompetazo de nariz y se echó hacia un costado a eructar contra la ventana.


Franco le rezó a la Virgen que colgaba del parabrisas para que el moreno no se vomitara dentro del carro e inició el trayecto. Lentamente, los edificios comenzaron a desaparecer y en su lugar se extendieron grandes lotes de pasto y árboles que todavía no sufrían la expansión del concreto. El ruido de la capital quedó atrás hacía ya varios kilómetros, cuando entraron por un camino destapado al sector de los cementerios. Con solo el ruido de las piedras crujiendo bajo las llantas, el leve ronroneo del motor y el claqueteo de las direccionales, Franco se preguntó cómo había alguien que viviera por un lugar tan solitario y lejano como ese. Cuando reconoció varias vacas dormidas en un potrero, se dio cuenta de que conocían ese sector de la ciudad, él y sus compañeros se referían a ese sitio como “en la mieeerda”.


Luces de casas y apartamentos titilaban como faros más allá de los potreros y cementerios, prometiendo ser el final del trayecto. Parecían una urbanización exclusiva y resguardada, pero todavía lejana, como una isla al otro lado del mar. Mientras su pequeño carro amarillo manejaba por el baldío, Franco no pudo evitar imaginarse sobre un botecito, remando hacia la isla de los ricos y demostrando que a los más afortunados de la capital les gusta vivir lejos de ella.

Imagen de Alex en Pixabay


En ese sitio se podría salir uno con cualquier cosa y nunca nadie se enteraría, pensó. No le sorprendería si en alguna parte de ese campo de pasto alto hubiera un muerto acostado que nunca se supo cómo llegó ahí o quién lo mató. Fue ahí que una idea terrible comenzó a germinar en su mente.


«¿Usté robaría a alguien?» le preguntó en otro momento Don Mauricio. «Esa gente se duerme todo el tiempo y se lo deja a uno re fácil. No se dan cuenta de la confianza que le depositan a uno. ¿Usté se lo ha preguntado, Franqui?» Detestaba que le dijera así. Ese calvo marrano era el más viejo y gordo del grupo de taxistas, también era el que colgaba más cruces en el retrovisor. Los miércoles, el grupo de taxistas se reunía a comer empanadas y tomar tinto antes de iniciar el turno nocturno. El único problema, era que Don Mauricio estaba influenciando a los otros conductores a que robaran a ciertos pasajeros y “aprovecharan mejor las oportunidades”.


—Ish… —aspiró Franco entre dientes—. No lo sé, Don Mauricio, yo prefiero trabajar honestamente, señor. Sin meterme en problemas. ¿Yo para qué me haría eso?


—Pues para darse gusto, marica. Porque es necesario, por esos malparidos de Uber, porque ya lo que uno camella no aguanta ni para pagar la gasolina. Más plata le hace a uno la vida más fácil.


—Uy, no sé. Como le digo, Don Mauricio, a mí me gusta ganarme mi platica honradamente. Si yo me expongo a hacer algo de eso y me atrapa un tombo ¿Qué gano yo? ¿Qué ejemplo les daría a mi hijo y a mi niña? No podría verles la cara y decirles que me voy a la cárcel por robarle a borrachos.


—Mire, Franqui, si usté no quiere aprovechar lo que la vida le da, entonces luego no se queje de que la leche y la gasolina estén caras.

Más plata le haría la vida más fácil, eso es verdad. Franco sabía que proveer para su familia era agobiante, pero debía hacerlo. Los servicios cobraban cada vez más y sus hijos estaban entrando a una edad donde necesitarían más ropa, cuadernos y lápices para el colegio. Además, su señora esposa también necesitaba un descanso de rebuscar monedas en los bolsillos de la ropa sucia antes de lavarla.


Algo en las palabras de Don Mauricio se clavaron en la mente de Franco y nunca resonaron tanto como en esa noche.


El taxi se detuvo frente a la luz roja de un semáforo solitario. Franco miró hacia atrás, el moreno seguía profundo. Lo llamó, “Oiga”, pero no obtuvo respuesta. “Oiga” repitió, pero solo obtuvo un gemido incoherente.


Franco golpeteó contra el timón. El semáforo no cambió. En su mente vio el lugar exacto del fajo de billetes. Volteó y lo vio debajo del brazo; gordo, compacto, con un caucho resistiéndose a reventar. Más plata hace la vida más fácil. Franco volvió la mirada hacia la calle. La luz era roja. Hágase un favor, Franqui, y róbele a ese hijueputa. Siguió tocando contra el timón, viendo la cruz del retrovisor mecerse de un lado a otro. Mire que aquí nadie se entera. Pisó el pedal de a pocos. Ese rico no lo necesita, mire cuánta plata tiene, cuánta plata no se gastó en esa gonorrea de traje. El taxi rugió sin moverse. Ese man vive en la mierda, no volverá a verlo, Franqui. El motor. Hágale, Franqui. El timón. Sin miedo, Franqui. La cruz. No sea marica, Franqui. La luz roja.


¡Al carajo!


Franco estiró la mano hacia el fajo de billetes. Se acercó tanto hacia el borracho que pudo olerle el sobaco y el tufo asesino. Respiró lento, para no intentar despertarlo, y el moreno se movió de repente. Franco se asustó y retiró la mano al instante. Casi como una señal del cielo, la luz del semáforo cambió a verde y el taxi volvió a estar en movimiento.

Se arrepintió todo el viaje con el corazón palpitándole en el cuello. Fue la carrera más larga y corta de toda su vida. Al final, llegaron a la urbanización lejana de los ricos, donde las casas eran todas iguales y cualquier oportunidad de haberse aprovechado de un borracho inconsciente se perdieron al cruzar el portón. Los vigilantes uniformados lo dejaron pasar al reconocer al Señor Murillo dormido en el asiento de pasajero.


—Disculpe, ¿sabe dónde vive el señor? Es que está en la inmunda —explicó sin esperar que la respuesta viniera por detrás.


—Siga derecho, pa, y a tres casas voltee a la izquierda, en la casa de ventanas grandes. Ahí es —dijo el pasajero despierto con voz sobria.


Al final del trayecto, Franco lo recorrió sin decir palabra, incapaz de encarar a ese sujeto, el tal Murillo. Un silencio frígido se construyó dentro del carro amarillo. Juró que lo sentía cargar sus palabras como balas detrás de él. Apuntó en un carraspeo y disparó, matando el silencio.


—Pa… Yo sé que me quisiste robar.


El taxi llegó a la tercera casa y trastabilló al voltear hacia la izquierda.


—Sigue manejando, hijueputa —escuchó Franco cerca de su oreja en un tufo venenoso.


—Oiga, yo no…


—Cállate. Aquí es, parquee al lado del farol.


El taxi frenó con cuidado y, antes de que Franco presionara el taxímetro, Murillo disparó de nuevo.


—Te estuve observando todo el tiempo, pa. Qué bueno que te arrepentiste. Si no, mira. Te mataba.


Franco volteó lentamente y palideció al ver una pistola apuntándole, que su pasajero tenía escondida tras la espalda.


—Uno, dos, tres, ¡pa, pa, PA! Fácil. Te tiraba al pastizal, lejos de la carretera y nadie se iba a enterar. Qué bueno que no pasó. El mundo está podrido de gente corrupta y ladrona.

En ese momento, Franco solo pensó en sus hijos; en su niña, en su único hijo y en un rezo por su esposa que no sabría cómo terminar si lo mataban ahí mismo.


El señor Murillo arrancó tres billetes del fajón en su bolsillo, casi 300 mil pesos, los abanicó sin cuidado en frente de él y disparó por tercera vez.

—Trabaje honestamente, hermano, que la corrupción no hizo más que jodernos —dijo, mientras tiraba los billetes sobre el regazo del taxista y abandonó el vehículo.

Después de unas horas y de salir pitado hacia una carretera con asfalto, cuando ya estaba bastante lejos de ese moreno o Murillo o como se llame, lejos de la urbanización de los ricos y de los cementerios baldíos, Franco arrancó el crucifijo del retrovisor y comenzó a orar con las manos temblorosas.


“Santa María, madre de dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y a la hora de nuestra muerte, amén”.


“Santa María ruega por nosotros los pecadores, ahora y a la hora de nuestra muerte, amén”.

“Santa María ruega por nosotros…”.

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