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Un frío en el pecho

  • Foto del escritor: J. C. Gitterle
    J. C. Gitterle
  • 27 dic 2021
  • 5 Min. de lectura

Las luces del piso la cegaban. Antonia no sabía a dónde corría, pero sus piernas sabían que tenían que huir. Demasiada luz convirtió las calles en un extenso pasillo blanco. Sus ojos intentaron atravesar el brillo, sin encontrar al ser que la acechaba, solo sintió el frío que le quemaba el pecho.

Mientras se acomodaba en un banco, Arturo se preguntaba qué idiota habría tirado un cuento a mitad del parque. Volvió a pasear la mirada sobre el papel debajo de una lámpara de calle.

De un momento a otro, los pasos cesaron. Antonia cayó sobre sus rodillas, jadeando y sudando. Bocanadas de aire llenaron el hueco que se alojó en sus pulmones. Un extraño peso le fastidió el pantalón, una molestia que antes no existía. Sacó de su bolsillo un bulto arrugado que sus dedos abrieron con cuidado. Apenas reconoció lo que veía, empalideció.

Desinteresado por un momento, levantó la mirada para buscar entre la oscuridad. Esperaba ver a su amigo aparecer entre la noche y concretar la reunión que habían planeado. La noche crecía con cada minuto y, con las manos resguardando sus bolsillos y su billetera, sacó el celular y miró la hora: era tarde. Le mandó un mensaje a su amigo y desahogó su interés volviendo al papel.

El interior negro resaltó entre la blancura cegadora. Las bocanadas de aire se perdían dentro de su pecho. Como polillas bajo la luna, sus ojos fueron atraídos por el contenido del bulto, y su respiración se cortaba más y más por ello. Punzante, un fuego helado subió por su esófago y asesinó todas las demás sensaciones. El mundo se tornó rojo, como la sangre que tosía cada vez que buscaba aire. Las manchas de su boca se tornaron oscuras apenas tocaron el bulto desarrugado. Antonia rogó para que acabara su sufrimiento; sus dedos fallaron en soltar el maldito objeto. En un ataque de dolor, arqueó la espalda y sus entrañas vibraron cuando expulsaron su interior en un chorro de…

Arturo quitó la mirada del texto, evitando que su estómago regurgitara su almuerzo del asco. Su amigo aún no había llegado. El sereno comenzó a molestarlo, se abrigó y descubrió que detrás del texto había una segunda página. Titubeó por un momento, hasta que una nefasta morbosidad lo llevó a revisarlo.

Debajo de la luz de una lámpara, esperó en vano la llegada de un compañero que no aparecería en ningún momento. Con lentitud su asco se transformó en confusión, mientras leía las hojas que tenía en sus manos; un texto narraba todo lo que él hacía.

Arturo se sobresaltó y se frotó los ojos. Leyó atónito las descripciones exactas sobre el papel. Deseó deshacerse de él, soltarlo y salir corriendo. Sin embargo, la idea de dejar su único campo de luz lo hizo temblar y cuestionar su seguridad. Sus dedos se aferraron al papel y la tinta ancló sus ojos a la hoja. Exhaló pesadamente, mientras un sudor tibio bajaba por su frente, contrariando al frío que se expandía por su cuerpo con cada segundo que leía. “No es posible” se dijo a sí mismo, y el papel respondió que sí lo era.

En un arrebato arrugó el papel entre sus manos, pero no sin antes observar el “de manera inútil” que se dibujó en la página. Antes de lanzar el maldito papel, creyó escuchar crujidos en alguna parte del parque, así que se detuvo un segundo, presintiendo que algo lo observaba fuera de su campo de luz. Con el papel encerrado entre sus dedos titubeó lo que iba a hacer, preocupado por lo que se escondía de él, hasta que desenvolvió la página en busca de respuestas.

Tomó pasos lentos para que no se escuchara el pasto romperse bajo sus andrajosos zapatos, mientras se acercaba al joven distraído en el parque. Sacó la navaja oxidada, que le había arrebatado a otro sucio adicto hace unas noches, y se preparó para encajarla en la espalda de aquel sujeto sentado bajo la luz de la lámpara.

Sin titubear Alejandro sacó el contenido de sus bolsillos y abandonó su banco, huyendo despavorido de aquella figura entre las sombras.

Jadeó con el pecho ardiendo mientras atravesaba calles y charcos bajo las lámparas de calle. Los pies se le durmieron de tanto correr. Las lámparas brillaron más con cada paso; de las entradas de las alcantarillas se desprendió una luz cegadora qué ocultó el asfalto de la calle. Exhausto y resoplando por ayuda, falló en percatarse del momento en que su alrededor se tornó incoloro. Tanta blancura fastidió a sus ojos, que solo pudieron descifrar las huellas que dejaba y una mancha negra acostada a varios metros.

Continuó hacia ella guiado por lo poco que captaban sus sentidos. Cuando decidió parar y retomar el aliento, descubrió un círculo profundamente negro que rodeaba el cuerpo inerte de una mujer. Yacía boca abajo. Una morbosa curiosidad tomó control de él, se acercó hasta que al fin la reconoció. Antonia estaba muerta a sus pies.

Toda su atención giró en ese momento en torno al molesto bulto que había aparecido en su bolsillo. Sus miembros, frígidos como el hielo, no le respondieron. No quiso sacarlo ni abrirlo, temiendo lo que pasaría si lo hacía; mas sus dedos, obedeciendo otra voluntad, buscaron con lentitud el bulto que había aparecido de la nada y lo abrieron sin prisa, revelando el interior cambiado.

Contempló el nuevo texto que describía a su mano izquierda separándose del papel y abriéndose como una garra. Trató de gritar y liberar la angustia de su interior, pero el aire se transformó en un ronquido de tormento.

Como navajas recién afiladas, las uñas se enterraron en su carne y por su barriga chorreó sangre. El dolor fue tanto que lo obligó a encorvarse en su sitio, haciendo que el líquido de la herida cayera sobre sus rodillas. La mano derecha extendió la página bajo su abdomen, cerciorándose de que cada gota se estrellara sobre el papel. Por más que tratara, sus ojos no se despegaban de las malditas letras que absorbían la sangre.

Su corazón fue extirpado, aún palpitante, del vacío frío de su pecho. Arrebatado de sus últimas fuerzas, Arturo se estrelló contra el suelo; todavía consciente por medios que no comprendía. La garra alzó el corazón sobre el papel, y lo exprimió hasta volverlo una manzana reseca. Los chorros de tinta serpentearon sobre el suelo hacia el blanco de la página, alimentándola con palabras negras.

Arturo murió seco, sobre un charco de tinta, con las manos vacías y unas palabras impresas en el brillo esfumado de sus ojos…

Y tú, ¿no sientes un frío en tu pecho?




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