Tintes de guerra
- J. C. Gitterle
- 5 ene 2022
- 18 Min. de lectura
Rojo
Desde que nací recuerdo a mi nación en guerra con los azules. En la iglesia, en la escuela y hasta en mi casa me dijeron que los azules solo querían acabar con nuestra forma de vida, con la placentera y correcta forma de ser de los rojos.
Mi padre solía acomodarse en su sillón de leñador con un vaso lleno de granadina en una mano y un dedo levantado en la otra. “Te gusta desayunar panqueques de fresas, ¿verdad?” me preguntaba, mientras en la radio Las Hermanas Rococó entonaban una versión a capella de nuestro himno, siempre a las 6 de la tarde cuando el atardecer nos arropaba con su luz. “¿Te gusta tomarte tu Coca Cola y salir a jugar con tu balón rojo, no es así?” Sí, papá, le decía, y también me gusta la paz de nuestra casa, el rubor en el cachete de la niña de al frente y los caramelos de canela. Amo a mi mamá, te amo a ti, y amo la tierra que pisamos, y también los valores que me enseñaste. Por eso debo cuidarme de los azules, porque nos quieren quitar el calor del sol, la tranquilidad de nuestras casas, el amor de nuestras mujeres y nos quieren ver comiendo arándanos podridos y ahogándonos con el azúcar de la Pepsi. Por eso quiero ser un soldado como tú, como mi abuelo y mi bisabuelo, ser un héroe de la patria como todos y regresar a casa con una medalla bajo el cuello por dejar una cuota de azules muertos. “Así es, Roger, bien dicho. Un azul muerto vale más que diez respirando. ¡Ese es mi hijo!” me felicitaba y luego me mandaba a comer un helado de frutos rojos y a ver la tele.
No importaba lo que dijeran, algo que sabía desde pequeño era que los azules eran despiadados. En la tele mostraban reportajes de la frontera, donde los azules balaceaban a los héroes que nos protegían. Me acuerdo cuando tenía apenas 11 años, sentado sobre las piernas de mi madre, vi en la pantalla unas cuantas casas parecidas a la nuestra, pero con el infortunio de vivir cerca de la guerra; allí vivían otros niños rojos como yo, que se habían quedado sin techo, sin comida, y algunos sin padres. Mi mentecita en ese momento no podía entender tanta maldad y tenía pesadillas constantes. ¿Y si llegaban a mi casa? ¿Y si mataban a mi mamá? De ahí comprendí la importancia de nuestro ejército. Eran los únicos que los mantenían a raya.
Una vez tuve la oportunidad de enlistarme, dejé los estudios y me uní a las tropas con la bendición de mis padres. Aguanté meses y meses el maltrato de un sargento cabrón que me quitó las mañanas, que me desarmó y rearmó como un fusil bien aceitado en contra de todos los soldados con uniformes ridículos y rostros azulados. Y juré. Juré con puño en pecho proteger a mi nación de la tiranía, ponerle fin al caos, acabar con la maldad y la locura de mis enemigos, liberar a mis hermanos de la frontera y prometerles una vida con ideales correctos y escarlatas. Y lo juré, lo juré por las casas con techo, por los niños sin padres, por la sangre de mis venas, por el color del atardecer, por las fresas en los panqueques, por el sabor de la Coca Cola, por el rojo, ¡rojo! ¡Rojo! ¡ROJO!
Pero nada de eso importó cuando llegué a las trincheras. Juramento, patria y deber… esas cosas quedan atrás. El único deber que importa en ese momento, no es el de regresar a casa con una medalla, sino el de sobrevivir sin importar qué. Cuando hay que asegurarse de no la máscara antigás no se desprenda del rostro ni por un momento, para no morir asfixiado del veneno en el aire, es cuando uno sabe que las medallas no lo valen. ¡Al demonio con dispararle al enemigo! ¡Antes de poder matar hay que poder ver! Y el problema con las máscaras antigás es que los cristales son pequeños y se empañan de sudor cuando corres como desgraciado por más de cuatro horas.
¿Cómo se suponía que discerniera a mi comandante de las tropas enemigas? ¡¿Ah?! Si apenas podía diferenciar en el cristal la gota de sudor que caía del misil que soltaban del cielo. Ni siquiera sabía a dónde corría, los vapores de colores rojo y azul cubrieron la tierra en una manta violeta, como un recordatorio de que así se veía el infierno. Vi soldados de ambos bandos convertirse en bultos al caer al barro y no hacían más que estorbar el paso de todos los que buscábamos una salida de la nube, una salida de la muerte.
Corrí en lo que creí era línea recta, esquivando el totazo de los cañones. Los rojos al norte, los azules en el sur. No, los azules al norte, los rojos al sur. No, ¿dónde queda el norte? ¿Dónde queda el norte? Allí no, ¿allá? ¡Muévete! ¡Muévete! TATATATATÁ, dieron las balas contra mi mochila y no paré a revisar lo que había perdido. La huida para escapar de los gases se convirtió en un maratón de obstáculos muertos que, desafortunadamente, no vi. Tropecé con uno y caí en un charco estancado.
El agua sucia, metálica y hedionda traspasó los filtros de la máscara (definitivamente no estaban hechos para respirar líquidos) y casi me ahogó. Tosí mis entrañas y contuve el vómito en la boca de mi esófago. Cuando descubrí los cuerpos de soldados enemigos a mi alrededor y el tinte oscuro de su sangre azul encharcada bañando mi uniforme, mi cuerpo y mi garganta, no contuve más las arcadas, ¡HREEERGG! Arruiné el filtro de la máscara.
Una parte de mi me dijo que no lo hiciera, y tal vez hubo otra que se convenció de pensar otra forma de deshacerse del olor, el vómito y la sangre, que podría respirar ese líquido hediondo y seguir viviendo, pero no pude evitarlo. Me arranqué la máscara para ventilarme y terminé inhalando la bruma bicolor por accidente.
Fue como aspirar espinas y escupir arsénico, estremeció todas las fibras de mi cuerpo. Los segundos de dolor se extendieron como si fueran horas.
No sé cómo lo hice, pero logré arrastrarme por el suelo como una lagartija, dejando atrás el estanque, su muerte y su tinta, para encontrar un hueco donde los vapores violetas no habían bajado, una trinchera desocupada. ¿Enemiga o amiga? No lo sabía. No me importó. Caí adentro, intoxicado por los gases, y dejé que el aire sin veneno entrara en mis pulmones. Desde entonces, el mundo perdió sus colores originales y mi cerebro se apagó.
Los azules y sus químicos nocivos… ¿Qué seres tan maníacos y sin misericordia son capaces de contaminar el aire con un gas tan tóxico? Mutilar el cuerpo y balear a alguien no son actos de bondad, para nada, pero atacar algo tan básico como la respiración es ir en contra de lo natural. Y, claro, los rojos también habíamos usado nuestra propia forma de gas tóxico, pero solo porque los azules comenzaron. ¿Acaso íbamos a dejar que esos miserables nos gasearan deliberadamente? ¡A la mierda que no! Si nos lanzan una bomba, respondemos con dos. Si nos disparan en las piernas, le damos en la cabeza. ¿Por qué? Porque los rojos no seremos matoneados por esos bastardos sin corazón. Al menos nosotros teníamos la decencia de crear antídotos para nuestros gases, ningún cadete se graduaba de soldado sin antes crear inmunidad contra el gas escarlata.
¡Respiren hondo, alimañas! Gritaba mi sargento en los primeros meses de entrenamiento, cuando tosíamos nuestros pulmones después de nuestra dosis diaria de medicina. ¡Este es el aire que respirarán cada día de hoy en adelante! ¡Este es perfume de la libertad! ¡Nuestras grandes mentes descubrieron una forma de hacer un viento patriótico, deberían estar agradecidos! Ahora son correctos afuera como adentro. ¿Y por qué las máscaras? ¡Porque los desgraciados contaminan nuestro aire con su pobre intento de gas! Así que recuerden: ¡Todo lo que no es rojo, es veneno!
Sí, sargento. Sí, sargento…
Cómo desearía volver a esos días tranquilos.
—No se muera, soldado.
La voz que me sacó de la oscuridad. ¿Es usted sargento? ¿De verdad es usted? Pero no, no lo era, no podría serlo. La voz era de una mujer. Una mujer uniformada. Ella volteó mi rostro enterrado en el barro y me abrió los ojos, dejándome verla con mayor claridad. Llevaba un casco baleado, una máscara de gas colgándole del cuello y sujetaba una pistola en sus manos. Su piel y su rostro eran de un color azul. Azul bastarda, cabrona mata niños. Supe que me acabaría de una vez por todas. No quería que mi vida acabara, no así, no en manos de un maldito azul. Arrastré mi mano por sobre mi cabeza, pero la bastarda me tocó del cuello y acercó su rostro, como para decirme unas últimas palabras antes de que me exprimiera el pescuezo.
—No se muera, soldado —la escuché decir, mientras me tomaba el pulso. Se quitó el casco, dejó el arma a un lado y puso su oreja contra mi pecho.
¿Pero qué demonios estaba haciendo esta azul? ¿Por qué no me cortaba el cuello y acababa conmigo?
— Sus pulmones están respirando con dificultad ¿Aspiró la bruma de los rojos?
A su pregunta respondí poniendo mi mano torpemente sobre su rostro. Ella me tomó de los dedos y los bajó todos menos el índice.
—Mueva el dedo para “Sí”, soldado. ¿Aspiró los gases de los rojos? —ordenó.
Ahí fue que descubrí dos cosas importantes: Uno, mi mano no se veía de mi orgulloso color, sino del color enemigo por estar sucia de tanto fango sangriento; dos, la azul había dejado estúpidamente su pistola al alcance de mi otra mano. Ella creyó que yo era uno de los suyos, así que le seguí el juego.
Me hice el tonto. Gemí, tosí en lo que bajaba y subía el dedo, sin darle una respuesta concreta para distraerla, como diciendo Mira el dedito, estúpida sin gusto. Míralo mientras quito tus ojos de la pistola. Eso, quítame el fango de los dedos, ya verás que te sorprende. ¿Ah, qué fue eso? ¿Viste algo que no te gustó? No, no fue la pistola, de esa no te has enterado, sino lo que tengo debajo de la manga o, mejor dicho, lo que no tengo: ese sucio fango con su sucia sangre de ustedes pintando mi antebrazo. Eso, bájame la manga, maldita. ¡Ah! ¿Ya te diste cuenta? ¡Obsérvame bien! Es la piel de un color verdadero, un color orgulloso, y ninguna malnacida azul podrá nunca lastimar… ¡CRACK! ¡Malnacida, me rompió la muñeca de un girón! La asesina tenía un cuchillo escondido en la espalda y se aprovechó de estar encima mío. No, no, no, ¡ah! ¡Maldita! Me enterró el cuchillo en el hombro. Ya se cayó la fachada de samaritana, ¿eh, estúpida? Sí, ahí estaban. Esos ojos, los ojos de todos los azules cuando ven un rojo orgulloso. ¿Ahora sí me vas a matar? Pues mira, bastarda sin corazón, rompe cazas, toma Pepsi, ¡Envenena aires!, ¡Mata héroes!, ¡Idiota sin casco!, ¡NO ME LLEVARÁS HOY!
¡Pa Pa Pa! Dos disparos en el pecho, otro bajo el cuello: Puff, Muerta.
Pero he de admitir, la azul me había dado una idea. Me guardé la pistola y le robé el cuchillo de las manos. Cuando corté las venas principales del cuello, su sangre pululó como un torrente índigo; era la pintura precisa para crear un camuflaje perfecto. Me pinté por completo y no dejé parche de mi piel sin manchar, tanto debajo como por encima del uniforme. No pude creer que nadie más lo hubiera intentado: hacerse pasar por azul y salir inadvertido. Mi madre me mataría si me viera, preferiría que me matara ella cuando volviera a casa en vez de estos desalmados.
Escuché pasos. Alguien se acercaba. ¡Ja!, esta idiota me servía de cuartada.
—¡Auxilio! ¡Auxilio! Nos han atacado. ¡Médico!
Mi padre tuvo razón, ¿quién lo hubiera dicho? Un azul muerto vale más que diez respirando.
Azul
Desde que poseo memoria, mi país ha entablado conflicto bélico contra la nación vecina de los rojos en más de una ocasión. Los libros de historia nos inculcaron que la discordia entre rojos y azules se originó por un fallido acuerdo entre ambos pueblos. En esa época los rojos eran tribus barbáricas carentes de pensamiento u otro rasgo civilizado, vivían en casas de piedra, caminaban descalzos y hasta adoraban fenómenos naturales como dioses, el sol, por ejemplo; es más, también sufrían de un carácter violento y pésima higiene personal —si bien, sus descendientes no han demostrado mayor diferencia—. Mientras tanto, los azules siempre hemos poseído conocimientos más refinados sobre las ciencias, la política y las artesanías.
No había que ser un científico para deducir que esos bárbaros necesitaban bastante ayuda para avanzar como civilización, por lo que los azules de antaño idearon un trato donde ofrendarían sus conocimientos a cambio de los suministros naturales de los rojos. Es una tragedia que todo desembocó en una insurrección sangrienta por parte de los rojos —lo que muchos historiadores consideran una verdadera tragedia—.
En la actualidad, ya no nos interesa liderar a un puñado de trogloditas, pues nuestros aportes se vieron mancillados de manera ofensiva, haciendo de su cultura una copia rastrera de la nuestra. Dicen que una de las recetas principales de la gastronomía azul —hablo por supuesto de los panqueques con arándanos— fue modificada para contentar el paladar básico de esos salvajes; si tan solo supieran que la masa azucarada con el sabor sutil del arándano es la combinación equilibrada entre las harinas y las frutas, creando un sabor de máxima eficiencia; para nada parecido a la vulgar tradición de ese pueblo de colocar… fresas sobre los panqueques (la fruta con mayor atractor de gusanos y larvas). Como decía, un paladar básico.
Los azules solo entrañamos el sueño de vivir en paz; sin embargo, nos agobiamos con la insufrible tarea de impedir que los rojos emigren a nuestra tierra. Encuentro bastante trágico el precio económico y humanitario que los azules debemos pagar para resguardarnos de esa gentuza. Tantas bombas costeadas y regadas como pan para las palomas… Incontables familias separadas por los horrores de la guerra… Y el descomunal número de heridos y enfermos.
Ay, dichosos los soldados sobrevivientes que regresan a casa y obtienen la oportunidad de alejarse de esta guerra absurda.
Por mi lado, permanezco sentado junto a camillas vacías en una carpa retirada de los gases, a la aburrida expectativa de ejercer mi labor como médico de combate. Reniego con disgusto la decisión de mi padre y de su padre antes de él, y más que nada la propia, por continuar la tradición familiar de salvar vidas. Labor que no concede un regreso a casa, sino turnos carentes de descanso. Al menos encuentro consuelo en mandar soldados a sus hogares, los que salen vivos, claro está.
—¡Médico, con urgencia, se lo suplico!— anunció una soldado angustiada, entrando a mi tienda de curación. Cargaba en brazos a una soldado inconsciente y traía detrás a otro muy malherido.
—Sobre la camilla —le indico—. ¿Qué precisan estos dos?
—A uno lo hallé con una herida en el hombro, sosteniendo a la camarada casi muerta. ¡Es urgente, aún vive, doctor!
No tardé mucho en diagnosticar lo que temía. No siempre era fácil transformarlo en palabras.
—Lamento informar que el disparo atravesó la curva cervical y posee severas incisiones en las arterias principales. No preveo una forma de salvarla… —Caminé hasta mi bolsa y saqué de entre la enorme colección de medicamentos, una aguja especializada y un líquido que me ayudaría a despedirla. Cuando no los puedo mandar vivos, me aseguro de que por lo menos partan sin dolor, y esta pobre no volvería a ser un miembro productivo de nuestra sociedad, no con esas heridas. Una inyección era lo usual—. Lo lamento, soldado, pero no hay nada que hacer. Le agradezco que al menos la trajera, ya que su familia tendrá un cuerpo que enterrar.
La soldado que había traído a la muerta apretujó los puños con rabia y contuvo las lágrimas con angustia. Si no me equivocaba, habría dicho que fueron cercanas en vida. Una grave lástima.
—No es tiempo de lagrimar, soldado —le expresé una vez reajusté su casco y reacomodé el rifle bajo su brazo, para que su postura no fuera menos que la de un azul disciplinado. La miré con fuerte liderazgo y le recordé los hechos—. Podrá condoler en otro momento. Esta víctima aclama justicia. Demuéstreles a esos criminales de afuera el castigo por tomar una vida. ¡Dese prisa, andando!
Y así, después de que la azul saliera esprintada con su orgullo en alto y la determinación en sus rostro —una azul de buen coraje y corazón, he de admitir—, mi completa atención se posó sobre el otro soldado con el hombro lastimado.
—¿Dígame, buen hombre, en qué lo puedo auxiliar?
—(Bastardo)
—¿Disculpe?
—Eh, Que… va, sho me ando yendo, ¡oshtia! Que no esh nada.
—Pamplinas. Acérquese, compatriota, antes de que tenga la mala fortuna de gangrenarse.
Curiosamente este soldado parecía tener algo más en mente que demandaba su atención, mas mi deber como médico me demandaba negarle la salida de mi tienda, pues estaba herido y la negligencia médica no se toleraría en mi presencia. Le coloqué gentilmente una mano tras la espalda y lo senté en una camilla vacía, donde le retiré el uniforme con un el corte de unas tijeras. ¡Y válgame el cielo, fue perturbadora la visión de su herida!
Rojo
En ese momento estaba que moría de los nervios. El doctor cortó el uniforme, el maldito, y puso a prueba mi camuflaje. La sangre me encubría todo el cuerpo y me sentí como un insecto haciéndose pasar por un palo. Si me descuidaba, me comían. No habría forma de que me descubriera, no tenía manchas en la piel, y mi acento era impecable a como hablaban esos come arándanos; no había forma de que me descubriera. A menos que… Eh, mi herida no paraba de sangrar. ¿Me delataría mi propia sangre, roja, orgullosa?
La había cubierto por completo con la tinta y el barro antes de llegar a la carpa del doctor, pero no sabía qué tan bien había quedado. Solo esperaba que este azul fuera tan idiota como todos los demás cuando la inspeccionó de cerca.
—Parece que su herida se ha vuelto un menjurje purpúreo. ¿Ha salpicado mucha sangre de bárbaros en el frente, soldado?
—¿Ah? ¿Que qué?
—¿Rojos, compatriota, a masacrado a varios ya?
—Ah, shí… oshtiaaa qué shi.
Bastardo azul. Cómo me gustaría haberle arrancado la lengua después de decir eso. Sí, imbécil, he masacrado a varios ya, ¡a varios asesinos como usted! Eso, levántese, aléjese de mi vista. Ese imbécil no hizo más esculcar mochilas, comentar de una manera absurdamente larga y mirar de manera asqueada mi herida. Hubiera querido salir de ahí, correr de regreso a mi guarnición y, tal vez, dejarles un regalito con pólvora, pero no podía escapar de esa carpa, no en ese momento. Él nunca me quitó la vista de encima. La sentía, allí, mientras él esculcaba la maleta y sacaba no sé cuántas formas distintas de veneno. Sentía su mirada depredadora espiándome por el rabillo del ojo, sabiendo que tramaba algo y que el descuido más mínimo sería excusa suficiente para inyectarme un paralizante en el corazón.
—Ay, terribles las causas del destino que nos trajeron a esto.
¿Qué dijo el doctor? ¿Me había descubierto? Imposible. De todos modos, me preparé a dispararle en la más leve agresión, pues traía algo en mano: una botella oscura de un líquido con un color que no reconocí. Todo lo que no sea rojo es veneno.
—Malas noticias, me temo. Su herida, me parece haber comprobado, se ha contaminado con la sangre inmunda de esos animales, lo que significa que sufrirá de una terrible y dolorosa infección sanguínea. Además, el banco de sangre para transfusión se ha limpiado por completo. Solo hay una opción por considerar, si está dispuesto, yo mismo le donaría sangre de la mía. —Con que el maligno doctor me iba a inyectar de su sangre. No, ni en sueños. Pintarme del enemigo ya era bastante malo, pero que entrara en mi sistema era… era… lo que ya estaba pasando—. Tenga, un buen trago lo ayudará a concebir mejor su respuesta. No puedo iniciar la transfusión sin su consentimiento, compatriota.
El líquido era oscuro, ¿será…? Cuando abrí la botella y escuché kss de la gaseosa, mi corazón se aceleró. No podía ser. Probé un sorbo… sabor inigualable, gas burbujeante en la lengua, leve acidez en los dientes. Sí era: Coca Cola. Mi garganta subió y bajó con cada trago que bebía y no paré hasta terminarla toda. No existe sensación igual que el de acabar con la abstinencia después de 4 meses de no tomar ni una gota de esa gloriosa gaseosa. Una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo cuando separé la botella de mis labios y dejé escapar un aliviado Aaah.
—Bastante buena, ¿no lo cree?
—Exquisita —le di la razón, tenía que hacerlo. Era saborear el canto de los ángeles.
—¿Qué ha considerado en cuanto a la transfusión, soldado?
Observé mi herida, un menjurje de sangre mía y de otros. ¿Por qué fui tan descuidado? ¿Tan animal? Me terminé matando al fin y al cabo, sin no hacía algo antes.
—¿En cuánto tiempo… me moriría, doctor?
—Si los casos de los que tengo conocimiento son correctos, 24 horas. Tendrá una muerte lenta, en lo que su cuerpo perderá su color original y cada vez parecerá más un… rojo. Es un final que no le desearía a nadie.
—¿Y qué tiene de malo ser un rojo? ¿Ah?
Su risa me pareció estruendosa y molesta, como su voz. Bastardo, imbécil, ¡Qué es lo chistoso!
—No hablará en serio, ¿verdad? Un rojo lo cortó, ¿no es así? De seguro la falta de sangre le está afectando el cerebro, así que déjeme refrescarle la memoria. Ejem…
Ah, ¿confirmará que son unos asesinos? ¿Que nos quieren matar a todos, destruir nuestras casas, acabar con nuestras mujeres, obligarnos a comer arándanos podridos y formarnos a su forma de vida incorrecta e inhumana? Adelante, doctor, ya me interesé. ¿Qué tiene que decir?
Azul
—Ellos son salvajes, violentos, y saben que la situación de nosotros es bastante mejor en cuanto a cultura, infraestructura y riquezas se refiere —expresé con gran elocuencia, verdaderamente ayudando al soldado herido a recobrar los pies sobre la tierra.
Me causaba una enorme sensación de lástima y, a su vez, de curiosidad. Era posible que descubrir un fin tan macabro como morir infectado por la sangre de un rojo le hubiera causado un fallo en la memoria, de seguro algo que importaría en una investigación psicológica, aunque yo era un simple doctor y tales materias no eran mi fuerte.
—… ¿Qué?
No obstante, observé que en su rostro se recobraba una emoción genuina. Seguramente hacía parte de esa minoría de nuestra población que no contaba con acceso a educación de calidad. Una desdicha que un azul no conozca su historia, casi una ofenda, pero decidí tolerarlo porque sí se comportaba como ese tipo de minorías desadaptadas. Pobre hombre. Por lo mismo decidí continuar con mi recuento del vergonzoso origen de nuestro conflicto o, en mejores términos, nuestra lucha contra la barbarie:
—Ellos solo buscan invadir nuestras ciudades y perturbar nuestra amada tranquilidad, ya que su nación es triste, pobre y bastante desorganizada.
—¿Qué?
Con la prueba de que mi incursión a la historia parecía estar funcionando, no me detuve y quise agregar conclusiones propias a las que había llegado con bastante estudio sobre nuestra situación sociopolítica.
—Incluso, es un hecho que su triste nación no encuentra los medios para refrenar su descuidada sobrepoblación. Por lo mismo se cree que los rojos poseen un mutuo ancestro con las cucarachas; con mayor razón es preferible mantenerlos a raya —dije, con el pensamiento poniendo en marcha sus engranajes en esta tan interesante conversación—. Ay, y con solo pensar que esta absurda guerra no hubiera acontecido si hace más de dos centenares de años los rojos no se hubieran amotinado. Ja, hasta supongo que ni siquiera los rojos se acuerdan de que fueron colonia nuestra. Pero qué incultos, ¿no es cierto?
Rojo
Jamás había escuchado una montaña de mentiras tan grande como esa. ¡Estos asesinos habían tergiversado todo! ¡Ellos eran los invasores! ¡Y nosotros los que los mantenemos a raya! ¡No al revés! ¡NO ASÍ! No pude contenerme, mi interior hervía y necesitaba salir y decirle…
—¡CÓMO DICE ESO!
—Disculpe, soldado, ¿se encuentra usted bien? ¿Dije acaso algo que lo incomo…?
—NO SOMOS NI CUCARACHAS, NI INVASORES, NI UNA ESTÚPIDA COLONIA, ¿ME ESCUCHÓ?
Azul
No pude procesar lo que sucedía al frente mío: la sangre roja había perturbado tanto la mente de este soldado que creía ser parte de esa nación de salvajes.
Decidir si este suceso era un descubrimiento de una nueva bio-arma de los rojos, o una simple reacción que ningún doctor había registrado antes en los casos de la infección sanguínea con sangre roja, parecía una tarea que me llevaría un mayor estudio. Sin importar el caso, debía tomar cartas en el asunto. Recordé que en mi bolsa de medicamentos guardaba una jeringa con anestesia, y si lograba hacerme con la inyección antes de que este soldado se lastimara a sí mismo o a mí, podría…
Rojo
¡Pa!, estalló la bala contra el miserable azul. ¡Mentiroso! ¡Maligno! ¡Asesino! Y decidí darle otra y otra y otra, hasta que el gatillo dejó de estallar. Entonces caí en cuenta, los malnacidos podrían haber escuchado los disparos y venir hasta acá para acabarme.
Corrí como loco a cellar la carpa y bloquear las entradas con las camillas. ¡Agh! Me detuve a mitad del proceso. La herida empezó a sangrar descontroladamente y el líquido seguía saliendo, pero no salía rojo, sino violeta ¡Violeta! Se oscureció. No, ¡No! Debía ser roja, brillante y orgullosa; no oscura, no el color del infierno, ¡No violeta!
Violeta
Pensando en una solución, me decidí por lavar la herida con las sábanas de las camillas, pero solo las llené de ese inmundo color. Mi cabeza comenzó a marearse de la cantidad de sangre perdida. Al menos intenté quitarme el azul de la piel y regresar a mi orgullo de rojo, pero el camuflaje no se desprendió. ¡Lo que me faltaba, maldita sea! Este era mi fin, mi fin. Moriría como un azul, un azul estúpido, sucio y desangrado. Un azul que no me atreví a ver al espejo.
No, no era cierto, yo no era un sucio azul, yo no era un vicioso asesino que dejaba niños sin padres, casas sin techo y que tendría el mal gusto de tomarse una Pepsi. Moriría como rojo o no moriría en absoluto. Así que anduve por toda la carpa y la puse patas arriba, intentando encontrar un poco de agua, jabón, lo que sea.
Por último, me quedó la bolsa donde este desgraciado había sacado la Coca Cola. Entre medicamentos, vendas y otras porquerías de medicina encontré unas cuantas botellas con el líquido negro de la gaseosa y… no pude soportarlo.
¡Crishh! Cayó el cristal de la botella cuando la solté, dejando intacto la boquilla y la etiqueta de un nombre que no debería tener. El líquido se regaba por el suelo con el siseo de la gaseosa y mi mente divagó entre la realidad y la inconsciencia.
Recogí una manotada de ese jugo negro y lo regué sobre mi brazo. Mientras retenía las lágrimas y la desesperación, me refregué la gaseosa para limpiarme ese color inmundo. Pero no cayó.
Yo no soy un asesino, yo no soy una colonia, yo no soy mata padres. Usé una piedra del suelo para ayudarme a restregar ese tinte nefasto. Yo no soy su compatriota, yo no como arándanos, yo no soy un invasor. Límpiate, ¡límpiate! ¡Límpiate! ¡LÍMPIATE! Recogí alcohol y otros líquidos que tenía la bolsa del médico y las regué sobre mi piel. Vamos, rojo. Vamos, rojo. Rojo, rojo, rojo, rojo ¡ROJO!
No paré de frotar, restregar y raspar piel, carne y hueso, hasta que no encontrara un color que se asemejara al mío.
Blanco
Cuando los soldados llegaron, no supieron qué hacer conmigo. Jamás habían visto algo como yo.
Salí desnudo de la carpa, con dolor en todo el cuerpo.
Ya no pensaba. Ya no sabía nada. Carecía de mentiras y verdades. Solo conocía lo más sencillo, lo más natural.
Moverme y respirar.
Así que caminé por fuera de los huecos en la tierra hasta llegar a una nube de colores vibrantes, donde todos se mezclaban con el horizonte. El negro y los cañones. El café y el barro. El gris y el humo. El amarillo y el fuego. El naranja y el cielo. El violeta y la muerte.
Aspiré todos los tintes de la guerra, hasta que ya ni respirar podía.
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