Media Luna de miel
- J. C. Gitterle
- 22 dic 2021
- 4 Min. de lectura
El calor había durado días, era abrasante bajo el sol y cálido al anochecer. Un fenómeno que le encantaba de la playa.
Santiago se aireó las axilas con un abanico turístico, recibiendo también brisa en su rostro. Aún no había probado el blanco coctel que lucía una sombrillita de papel, así que estiró el brazo hacia la silla contigua y se acercó la bebida para sorber del segundo pitillo. Cremoso y helado se deslizó el blanco alcohol por su garganta. Se sintió tan bien que respiró fuertemente y exhaló descansado. Otro de los encantos de la playa.
Devolvió el coco decapitado a su puesto y acercó el primer pitillo a los labios rosados de su correspondiente. Le acarició la frente y recogió su liso pelo detrás de la oreja.
La frente bronceada de ella reflejaba los brillos del sol; permanecía tiesa e inmóvil. En su tranquilidad la brillosa frente fue estrujada por los labios húmedos de Santiago. Ella ya no lo miraba cuando la besaba; aprendió a quedarse quieta y a siempre descansar posando su mejor lado.
—Estoy disfrutando mucho la playa hoy —exclamó él con complacencia cuando se acomodó en su silla. Ella no pareció responderle, solo respiraba de forma automática.
Volteó a mirarla y recordó la primera vez que conoció esos cristalinos ojos, marrones como los caramelos de miel. Sus senos eran redondos y firmes, no eran voluptuosos como las barbaridades sintéticas que Santiago se acostumbró a construir en sus pacientes. Muchas veces había considerado la idea de entrometer su mano y su bisturí para acrecentar la forma y el tamaño de esos bultos echados, pero no se atrevía a mancillar lo que la naturaleza había logrado concebir a la perfección.
Con su atención atrapada en su encanto, Santiago volvió a tomar el coco y llenó sus cachetes hasta inflarlos como un pez globo. Juntó sus labios con los de ella y escupió el líquido al interior de su boca. Parte del coctel que no fue derramado, logró intoxicarle la garganta y la lengua, haciéndola toser.
—Tranquila, Marta, yo te hidrato. No queremos que el sol y el calor te enfermen, ¿verdad? —Ella respondió con pequeños espasmos y una respiración cortada.
Santiago secó su boca primero y luego, con una de las toallas en los asientos, le limpió los labios y la barbilla, ya que ella no podía por sí sola. Sus manos ya no funcionaban, los brazos tampoco; solo tenía unos muñones que se movían inútilmente de un lado a otro. Santiago detuvo uno y lo miró con cuidado: no tenían cicatriz, ni marcas de la operación; la cirugía fue perfecta, digna obra de su trabajo.
—¿No extrañas tus brazos, verdad, amor? —le preguntó con la mirada fija en sus ojos de caramelo.
Marta logró ocultar la tristeza en su interior, hundida como un hueco en su pecho. Le dedicó una mirada muerta a Santiago y luego volvió a posar su lado más bello. Santiago tocó la punta de los bracitos con sus labios, dándole besos hasta los hombros, pasando por los pechos y terminando en la barriga grande e hinchada de Marta. Se recostó sobre el ombligo salido y quiso escuchar su interior; de un momento a otro, la suave piel de la barriga tocó su rostro y lo empujó.
—¡Marta, sentí una patadita! —gritó emocionado, mientras ella trataba de desaparecer en sus pensamientos— Esto amerita una foto.
Sacó la cámara y se acomodó a su lado, sonriendo como un esposo feliz; ella, como la protagonista de la portada de una revista o de un catálogo de carnes. Santiago exclamó “¡güisqui”” y tomó una foto de los tres: mamá, papá y bebé.
La foto le encantó tanto a Santiago, que no pudo evitar derramar una lágrima de felicidad. Como un gesto cariñoso, pasó su reseca mano por los muslos de Marta hasta las rodillas, donde acababan las piernas en otros muñones perfectamente operados. Entonces, se le ocurrió una idea.
—Mi amor, ¿no te gustaría que te tomara una foto con tu nueva pedicura? Yo sé que sí.
De una hielera no muy lejana Santiago sacó dos pies helados y amputados que flotaban sobre hielo derretido. Los labios le temblaron a Marta y el corazón se le agitaba, cuando le pusieron un pie en cada hombro, para que se pudieran apreciar las uñas bien pintadas y decoradas con florecitas.
—¡Güisqui! —volvió a exclamar Santiago con el click de la cámara— ¡Quedaste hermosa! Está para que salga del mes de julio de nuestro calendario.
Otra idea llegó volando a la perturbada mente de Santiago.
—Marta, deberíamos tomar las fotos de cada mes ya. Aprovechemos que estamos aquí.
Santiago tomó fotos sin parar. Marta se retorció, gimiendo y respirando pesadamente. La gran montaña que era su barriga se mecía de un lado a otro como una pelota pesada de yoga. El candente vestido de baño se humedeció y la tanga se empapó de una sustancia vaginal.
—Así, así. Eres muy sexy. La cámara te excita, es tu amante, es tu espía ¡Grrr! —gruñó él, imitando los sonidos de un tigre.
Las fotos siguieron. Rostro delicado. Senos firmes. Pezones duros. Figura delgada. Brazos cortos. Piernas lisas. Rodillas redondas. Genitales mojados.
Todo paró cuando Marta soltó un grito de dolor.
Entonces, dejando la cámara a un lado y recobrando su mentalidad de doctor, Santiago analizó con más detenimiento los síntomas de ella. No estaba en un lugar indicado para esa tarea, justo tenía que suceder en su día de vacaciones. Agarró la maleta que descansaba detrás de la hielera y sacó sus herramientas, mientras se cubría las manos con guantes de caucho.
—Tranquila, mi amor, el doctor está en la sala.
Manoseándola e invadiendo su intimad, Santiago no pudo parar de pensar en que su luna de miel se convertiría en unas vacaciones familiares. ¡Qué maravillosa es la playa!
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