Brandy
- J. C. Gitterle
- 5 ene 2022
- 13 Min. de lectura
Actualizado: 6 ene 2022
I
Existe un puerto en una bahía donde arriban de 90 a 100 barcos a diario. Los marineros vienen a este bar a pasar el tiempo y a hablar de sus hogares. Yo me encontraba en un rincón, leyendo tranquilamente y escuchando los chistes de un grupo de marinos borrachos en una mesa junto a la mía. Reían con gozo sobre anécdotas de viajes, desventuras amorosas y brutalidades que cometieron en la mar. De trago en trago vaciaron sus vasos de whiskey y su botella de vino. El más joven del grupo (parecía tener 20 años) se volteó y llamó a la mujer que aquí trabaja.
—Brandy, tráenos otra ronda.
Las delgadas piernas de Brandy avanzaron con gracia hasta la barra. Allí agarró una botella de whiskey, después de que mi tío la anotara en la cuenta. Sonrió con una mirada coqueta a los marineros y se inclinó sobre la mesa. Sus dedos blancos sirvieron el trago con tanto cuidado que no escucharon los vasos llenarse. Estaban atontados, mirándola.
El mechón negro sobre su rostro que luego pasó por detrás de su oreja. Sus ojos claros y calmados. Sus labios, rosados y tímidos, descubriendo una sonrisa. Pero ninguno de ellos se percató de la cadena con broche de plata que había escapado de su pecho y ahora reposaba sobre su camisa.
—Brandy —empezó a decir el marinero más joven con el pecho inflado—, eres una chica genial ¡Serías una esposa magnífica! Tus ojos son tan hermosos que podrían robar a cualquier marinero de la mar, y creo que me robaron el corazón. Cásate conmigo, y serás la chica más feliz —Ella lo miró sorprendida y su sonrisa se perdió por un segundo.
—Esta va a cuenta tuya, guapo —dijo cuando robó la copa del marinero y la vació de un trago.
Los borrachos aplaudieron y chiflaron. Brandy dejó la copita frente a él y la volvió a llenar. Él la miró con suspiros largos llenos de alcohol. Volvió a sonreírles de manera delicada y carismática; sirvió para ocultar la sombra pesada que humedecía sus ojos. Luego regresó a la barra y llegó hasta la puerta de atrás.
—Voy por el vino de estos muchachos —le dijo con un pesar invisible a mi tío que la miró con pésame.
Nunca antes vi las lágrimas latir de un corazón, sino hasta que Brandy se perdió detrás esa puerta…
—No debiste haber dicho eso, amigo —le comenté al marinero cuando bajé mi libro. Me miró confundido—. Heriste mucho a Brandy.
—Pero ¡qué dices! Si a ella le encantó mi propuesta. ¿Por qué estaría lastimada? —me dijo orgulloso, tomando de su copa. Uno de los otros marineros contestó “¡porque se casará contigo!” y los borrachos estallaron en risotadas.
Yo me resigné a cerrar mi libro. Miré a mi tío, quien me juzgaba desde su banco. Farfulló y se volteó a lavar los platos, “¡Bah! Cuenta tu historia, a mí me importa un bledo.” Me acerqué a la mesa y les empecé a contar la tragedia del gran amor de Brandy.
II
Llegó en un día de verano, cuando el azul del mar se mezclaba con el cielo y el canto de las gaviotas se perdía en el cielo. Yo almorzaba tranquilo junto a la ventana, mientras veía a Brandy yendo de un lado a otro, de mesa en mesa, llevando alegría a los marinos que se disputaban con naipes y dados. De repente, un ventarrón salado proveniente del océano abrió las puertas de un golpe y mandó a volar sombreros y cartas. Yo me abalancé sobre mis libros y notas para que no me las arrebatara el viento. Mi tío tuvo que abrazar las licoreras, la madera era tan vieja que fácilmente pudo haberse quebrado.
Los vientos abrieron paso a un hombre grande y tatuado que entró cargando una bolsa gorda al hombro. Era alto y musculoso, con un uniforme azul descolorido; su pelo seco indicaba que había pasado años en la mar, su barba lo confirmaba; sus brazos cubiertos de tinta eran fornidos, capaces de desnucar a cualquier hombre que se le enfrentara, y su mirada era brillante y verde como las algas. Si mis ojos me fallaran, hubiera jurado que era Hércules o Ulises tomando asiento junto al fuego.
Nadie dijo palabra o movió músculo alguno, temían enfurecer a este sujeto. Solo Brandy se atrevió a preguntarle qué iba a tomar. Él la miró fijamente y le contestó con una voz imponente y varonil.
—Cerveza. Si no hay, vino —dijo, reclinado sobre la mesa.
Brandy le llevó una pinta y este la bebió sin derramar ni una sola gota. Su garganta subió y bajó tres veces, antes de que golpeara la mesa con su puño y dejara escapar un suspiro descansado.
—¡Ahhhh! ¡Cómo me hacía falta! —exclamó, mientras se recostaba sobre su silla, en una posición más calmada. De su bolsa sacó tres monedas de oro y las dejó sobre la mesa—. Ahora, tráeme una jarra y rellénala cuando se acabe, y no pares sino hasta que me vaya o me canse. Esto lo cubrirá.
Brandy recogió las monedas y las miró con interés, nunca habíamos visto algo parecido.
—¿Y esto qué es? —preguntó ella.
—Esto, mi hermosa dama, es oro perdido de un galeón español, hundido Dios sabrá hace cuánto. Suficiente para pagar mi cuenta dentro de los siguientes dos meses y, si eres buena conmigo, puede que te dé una más de propina —Le guiñó el ojo y Brandy tuvo una reacción que no había visto antes en ella: enmudeció con los cachetes rojos.
Con paso cauteloso me le acerqué al marino y le pregunté por el origen de su dinero. Él plantó su codo sobre la mesa y me contó que era un cazador de tesoros, el más grande sobre el océano. La mar lo dirigía a acantilados peligrosos y a barcos sumergidos, infestados de monstruos y riquezas. Lugares prohibidos para los débiles de espíritu y excitantes para los aventureros como él.
Cuando se percató de que el resto de los presentes en el bar comenzaban a prestarle atención, él se levantó de su asiento y pisó la mesa con fuerza. Entre sorbo y sorbo, comenzó a relatar su historia.
Luego de días travesando las aguas en su barco, la mar lo llevó al pie de un risco donde las flotas descuidadas terminaban estrellándose contra la roca. Los restos se hundían al fondo y los tripulantes eran comidos por enormes serpientes acuáticas. Sin titubear, se zambulló con el cuchillo sujetado por los dientes. Se sumergió con facilidad hasta que avistó el cementerio de galeones pululado por las serpientes dentudas y hambrientas. Lleno de determinación, se enfrentó a seis de esas bestias con su cuchillo. Cortó tripas y carne por igual, pero las serpientes lo superaron y casi terminó despedazado en el estómago de una de ellas; si no fuera por los tatuajes que la misma Circe le dibujó en los brazos y en el pecho, no estaría vivo hoy con tan grande tesoro.
Todos escuchamos fascinados. Incluso, cuando el sol bajó por el horizonte, seguíamos atentos al marino con sus historias heroicas. Y nos mantuvo todo el tiempo al borde de nuestro asiento, aun cuando bebía de las jarras de cerveza que le traía Brandy para refrescarse la garganta.
Brandy lo veía mientras contaba sus historias, pero no escuchaba nada, solo lo miraba estupefacta, perdida en los movimientos y gestos del marino. Lo veía y escuchaba el océano caer y resurgir, el sonido de las olas chocando y arrastrándose sobre la arena; sintió su furia y su gloria. En su quietud, Brandy descubrió que lo que escuchaba no era el océano, sino su corazón, que palpitaba por él y le decía que lo amaba.
La noche siguió con juegos y canciones. En pocas horas, el resto de la clientela se retiró del bar. Yo, por mi lado, me quedé cerca del extraño para saber más de él. Me contó que venía de una isla muy bonita con una ciudad próspera, donde se volvió marino. Yo le comenté que era poeta, que llevaba toda la vida en este puerto ayudando a mi tío con el bar y que nunca había salido de a navegar.
Me miró con intriga, me sirvió de su jarra y se bebió el resto. Me dio la bienvenida a su barco; necesitaba a alguien hábil con las palabras para que escribiera sus hazañas y lo inmortalizara en cantos, y yo parecí ser el indicado… Quedé sin palabras.
Brandy llegó tan silenciosa como ella sabe hacerlo y rellenó la jarra del marino sin quitarle los ojos de encima.
—Ya van ocho jarras —dijo ella con coquetería— ¿Debería traerte más?
—No, solo un vaso para ti. Algo que se dice en mis tierras: “Mata el trago con quien lo trajo”.
Brandy mostró seguridad en sus gestos, pero detrás de sus ojos vibraba el latido de un corazón nervioso. Mi tío dejó un vaso al frente de ella, mientras reía entre labios. Yo me devolví a mi puesto y los dejé acompañados. Preferí volver a mis lecturas y espiarlos de lejos.
Brandy y el marino alzaron sus vasos, chocaron tragos y conversaron hasta que sus pómulos se enrojecieron por el calor que había entre ellos. Era algo bello de presenciar, jamás Brandy fue tan feliz.
—Oye, ¿ya tienes dónde pasar esta noche? —le preguntó esperanzada cuando se acabaron la cerveza.
—No, ¿Por qué lo preguntas? —respondió él apoyándose sobre la mesa. Brandy tragó saliva.
—Me preguntaba si me podrías acompañar a mi casa, tengo una habitación de sobra.
Brandy juntó su delicada mano con el enorme puño del marino y entrecruzó sus dedos con los de él. Este la miró con sorpresa y le regaló una sonrisa coqueta, luego retiró su mano de la de ella.
—Muchas gracias, pero yo ya tengo un cuarto muy cómodo dentro de mi barco. Además, ninguna cama supera al suave arrullo de las olas —El marino tomó aire, e infló su pecho—. Brandy, eres una chica genial. ¡Serías una esposa magnífica! Pero mi amada, mi amor y mi amante es la mar.
El rostro de Brandy perdió su brillo con cada palabra que comprendía. El marino agarró su maleta con la intención de irse, pero antes de salir por la puerta le dedicó un guiño y buscó dentro de su bolsa. Sacó una cadena de plata y se la lanzó a Brandy que la tomó entre sus manos y la examinó más de cerca.
—¡Tu propina! —exclamó el marino— para la mejor camarera y compañía.
Entonces, salió por la puerta. Afuera del bar logré escuchar un “Te espero mañana temprano, poeta”. La noche terminó con Brandy, atesorando su regalo, y conmigo, dichoso por mi nuevo trabajo.
Viajé en su barco por casi seis meses. Vi a los grandes pulpos que habitan bajo las tormentas y que rompen los barcos a la mitad; a los gigantes que caminan entre arrecifes con ballenas a sus espaldas; a las brujas aladas que engañan a los viajeros con su belleza, y muchas otras criaturas que el marino enfrentó en su búsqueda de tesoro. Cada vez que regresábamos al puerto, íbamos al bar. Mientras yo escribía sus historias y hablaba de sus hazañas, él buscaba a Brandy y charlaba con ella. Siempre los veía hablando como si fueran viejos amigos.
Cuando se celebró el aniversario del bar, hicimos una enorme celebración, con bebida, bailes y música. Los marineros más recurrentes invitaron a Brandy a bailar, pero ella los rechazó a todos; esperó a que él la sacara a la pista de baile. Cuando finalmente lo hizo, no se separaron durante todo el festejo. Danzaron hasta que nadie más quedó en pie para seguirles el paso. Esa noche, el marino aceptó la oferta de Brandy y se quedó a dormir en el puerto. Pasaron su primera noche juntos, después de casi nueve meses de conocerse, al fin alimentando el fuego que había entre los dos. Brandy luego me compartió que jamás se había sentido tan satisfecha y feliz como en la mañana que despertó junto a él, abrazando sus espalda y besando sus tatuajes en una cálida seguridad.
No salimos de la bahía por quince días. Brandy y el marino se amaron día y noche, mientras que yo escribía y cantaba las historias de nuestros viajes una y otra, y otra vez.
Un día, el marino me encargó la misión de alistar el barco para partir. Mi emoción por la aventura me levantó al instante, aunque mi curiosidad fue más grande y pregunté el porqué. Me reveló que la noche anterior, cuando compartía el lecho con Brandy y el sonido del viento contra las olas los arrullaba, ella lo miró fijamente y le dijo: “te amo”. Él le acarició el rostro y susurró tiernamente: “y yo a ti”. Luego, le pidió a Brandy que se levantara, en lo que él buscaba algo en su bolsa de tesoros. Se arrodilló ante ella y le entregó una caja tan pequeña que cabía en su mano.
—Brandy, eres una chica genial —le confesó—. ¡Serías una esposa magnífica! Y ahora, mi amor, mi amada y mi amante, eres tú. Cásate conmigo y hazme el hombre más feliz sobre la tierra.
Adentro de la caja, brilló un broche de plata tan reluciente como una perla. Brandy lo tomó en sus manos y descubrió la pequeña apertura en el broche. En su interior estaban los nombres de los dos tallados finamente y entrelazados por un corazón. Ella le saltó encima, y entre besos le susurró: “Sí”.
Me faltó el aire, no podía creer que Brandy por fin se fuera a casar. El marino llevaba consigo una mirada orgullosa, y sí que debió estarlo.
—Partiremos en busca del tesoro perdido de la Atlántida, y con él pagaremos la boda más grande que se haya viste en esta bahía. Se lo prometí a mi futura esposa.
Y con una palmada en el hombro, me empujó al barco. Casi al instante, subimos el ancla, desamarramos el barco del puerto e izamos las velas. El marino se montó en la popa del barco y le lanzó besos a la hermosa chica que agitaba un pañuelo sobre su cabeza.
Por días viajamos buscando el punto exacto donde se hundió la Atlántida. Por fin encontramos el lugar, ubicado bajo la estrella central del Cinturón de Orión. El marino se sumergió y sacó cuanto oro y joyas encontró en el fondo. Para el atardecer estábamos a un cofre más de hundirnos con todas nuestras riquezas. Una vez subió a bordo, partimos sin demora.
Los vientos soplaron a nuestro favor y nos impulsaron a través de las aguas con la misma velocidad que un halcón embiste a su presa. Sabíamos que seriamos los hombres más ricos al desembarcar y aullamos victoriosos a los cielos por eso, ignorando la catastrófica tormenta que enfrentaríamos esa noche.
La marea se tornó en nuestra contra. Las nubes negras taparon las estrellas y no hubo forma de guiarnos con su luz. Las gotas golpearon tan fuerte como navajas y cortaron huecos en la vela. Los rayos cayeron repetidamente y explotaron contra las aguas, provocando olas tan gigantescas que hasta vi ballenas siendo remolcadas por la corriente. Me pregunté a qué dios habríamos ofendido para habernos tirado tal tempestad.
No obstante, el marino mantuvo el barco a flote: rompió olas con el frente del barco, atrapó rayos con su pecho desnudo y timoneó como un demonio con solo el rumbo de sus recuerdos. Incluso me protegió de las gotas cortantes, poniéndome detrás de él.
Sin él, nunca hubiera llegado con vida al amanecer, cuando encontramos el ojo de la tormenta. Revisó que yo aún respirara y luego se aseguró de que el tesoro estuviera intacto, pero una buena porción se había perdido en la tormenta. Caímos desplomados sobre la cubierta, incapaces de mover nuestros exhaustos cuerpos. Pude respirar aliviado y agradecer al marino por todo. Adentro del ojo, donde la tormenta no llega, vi el cielo más azul de todos. No volví a tener tanta calma y silencio en altamar.
Entonces, percibí un movimiento proviniendo de la marea. Una corriente se arrastró por el costado del barco hasta subir a bordo. Se detuvo de momento, cuando llegó al centro del barco, y el agua comenzó a escalar sobre sí misma, enderezándose en la forma de una mujer. Era hermosa, imponente, de pelo blanco y revoltoso como la espuma. Traía un vestido fino que ondulaba con la brisa más mínima y tan azul que parecía las profundidades mismas. Sus dedos goteaban cada tanto, porque siempre estaban mojados. Y su mirada no se movió del marino. Caminó grácilmente hasta él, dejando un rastro húmedo a su pasó. Lo ayudó a levantarse, pero el marino, derrotado, cayó de rodillas. Había agotado todas sus fuerzas luchando contra la tormenta.
La mujer tomó su cabeza barbada entre sus manos y lo consintió con ternura. Se agachó y con una voz tranquila como un arroyo le dijo:
—Me perteneces. Vuelve a casa, mi amor.
Traté de moverme, pero mis músculos estaban anclados al suelo por el cansancio. Solo pude testiguar cuando el marinero alzó la mirada y la dama de azul lo besó en los labios. Lentamente, fue rodeado por los brazos de ella que lo abrazaron con fuerza. Él le contestó con el mismo gesto y, en un parpadeo, desaparecieron de la cubierta. Escuché un gran chapuzón y reuní mi voluntad para arrastrarme al borde del barco, solo para ver al marino, mi amigo, hundirse en la turbulenta mar.
La tormenta se disipó al poco tiempo. Yo regresé el siguiente día al puerto, enfermo e insolado, con menos de la mitad de las riquezas encontradas. Le conté a mi tío y a Brandy que el amor de la vida de ella nunca volvería, porque fue reclamado por la mar.
III
El más joven tenía cara de culpa, no esperaba tal historia. Mi tío refunfuñó y me dirigió una seña de desaprobación.
—¡Cuenta las cosas como son! —dijo— Ese sujeto ya estaba casado con otra, y regresó con su esposa e hijo después de jugar con el corazón de Brandy. ¡Todo el mundo lo sabe! —se volteó y comenzó a ordenar los vasos limpios de la barra— “Fue reclamado por la mar”. ¡Ba! ¡Poeta tenías que ser! No haces más que contar mentiras.
El bar se inundó de una tensión silenciosa. Yo me ahogaba en rabia, pero decidí no contestarle a mi tío. Los borrachos nos observaron confundidos y no se atrevieron a separar sus labios de los vasos. Brandy entró por la puerta de la bodega con una botella de vino sin abrir. Los ojos los tenía rojos y con el maquillaje retocado. Les sirvió el vino y ellos se lo agradecieron.
La noche transcurrió de manera rápida. El más joven se disculpó con Brandy antes de irse, y ella le sonrió con sinceridad.
Cuando cerramos el bar, mi tío me ordenó que acompañara a Brandy a su casa. Ella trató de disuadirlo, pero yo insistí. Brandy terminó aceptando. Creo que en su interior sabía que le hacía falta la compañía.
Caminamos por la arena con las olas tranquilas de un lado y con el pueblo silencioso del otro. Hablamos poco en el trayecto a su casa. Me preguntó por mis nuevos escritos y le contesté que no había progreso, los relatos de marineros ya no cautivaban a tantos. Le pregunté por sus vida personal y me dijo que no había cambios, seguía viviendo igual y en el puerto no había nadie especial.
—Este marinero, el que se te propuso borracho, parece buen muchacho. Algo tonto, pero no es malo.
—Sí… —respondió meditabunda, entonces respiró hondo y continuó—, pero ya estoy comprometida.
Tragué saliva y me arrepentí de mis palabras. No dijimos más, mientras seguíamos caminando por la arena.
Llegando a unos metros de la casa de Brandy, estaba preparado para disculparme con ella, pero las olas se silenciaron de repente. Las aguas estaban tranquilas. Brandy se detuvo en su puesto y se volteó a observar el horizonte. Con una mano acarició el broche sobre su pecho y lo encerró suavemente entre sus dedos. Con l
a otra abrazó su vientre, rememorando las noches de amor y cariño. Sin quitar los ojos del horizonte, soltó las palabras que le salieron del pecho: “Te amo”.
Una brisa suave le acarició el rostro con la ternura de un lejano amante.

ilustraciones por Camila Andrea Castro.
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